Toni Miquelet en su establecimiento centenario. | Toni Planells

Toni Miquelet (Santa Gertrudis, 1962) regenta el estanco de Santa Gertrudis. Un establecimiento que fundaron, como tienda, sus bisabuelos y que hoy en día conserva el mismo espíritu con el que se inauguró hace mucho más de un siglo.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en casa, en Santa Gertrudis. Entonces había una comadrona que era la que se encargaba de asistir a los partos. Piensa que los hospitales estaban muy lejos de Santa Gertrudis.

— ¿De qué casa es?
— De Can Miquelet, por parte de mi padre, Joan. Mi madre era Maria de Can Pep Roig. Mientras mi padre se ocupaba de la finca, mi madre se hacía cargo de la tienda.

— ¿Desde cuándo tienen la tienda y estanco?
— La tienda la abrieron mis bisabuelos, de Can Pep Roig. Según la documentación que tenemos, parece que tiene 125 años. La concesión de estanco, se la dieron a mi abuelo materno, Toni, antes de la Guerra. En el 36 la provisional y en el 39 la definitiva. Aunque quien se ocupaba de la tienda era mi abuela, Francisca. Después se ocupó mi madre y ahora estoy yo con la ayuda de mi sobrino, Tomeu: la quinta generación. Él es hijo de mi hermana, Margarita, que es profesora en Mallorca.

— ¿Qué se vendía en el establecimiento de su familia?
— Más o menos lo mismo que ahora. He querido mantener la tienda tal como era antes. Con algún cambio, claro. Por ejemplo, que antes no se cerraba ningún día. Ni el de Navidad. También hay muchos productos que no se pueden vender de la misma manera. El aceite, por ejemplo, se vendía a granel con una máquina. Se vendía todo a granel, en sacos de 50 kilos de legumbres, azúcar o arroz. A veces acompañaba a mi abuelo a buscar el material que nos suministraban siempre desde los mismos sitios: Can Mata, Can Funoll y Can Riquet. También teníamos permiso de taberna y funcionaba como bar. Los amigos de mi abuelo solían venir los domingos a jugar a cartas, a la manilla o al tuti. También se hacían partidas al munti, pero eso no se hacía aquí, era ilegal y se celebraban en las casas del campo. Cuando le dieron la concesión de estanco a mi abuelo se empezaron a hacer otro tipo de servicios.

— ¿Qué otro tipo de servicios se ofrecían?
— Mi abuelo me había hablado de que se habían encargado de las cartillas de racionamiento, por ejemplo. Recuerdo que, desde la tienda, se hacían los pagos de las pensiones y el pago de, por ejemplo, el seguro agrícola. Se encargaban unos funcionarios que venían una vez al mes, o algo así

— Más que una tienda, parece que me habla de una oficina municipal, a la vez que centro social.
— Sí. Era la única tienda de los alrededores, teníamos la llave de la iglesia o la del cementerio y todo. Además, tuvimos el primer y único teléfono en el pueblo a partir de 1964. Eso casi nos hace volver locos. Si había que llamar a Alemania, EE. UU. o cualquier sitio del extranjero, primero había que llamar a una centralita donde te decían que a tal o cual hora se podía hacer la llamada y, entonces, quedar con esa persona para que viniera a la hora acordada.

— Entiendo que habría bastante extranjero.
— Sí. Siempre ha habido muchos extranjeros, artistas, escritores... eran vecinos y amigos. Gente como Monreal o Fulljames venían casi cada día. En general eran todos muy buena gente y se integraron perfectamente con los de aquí. Por ejemplo, Alain, que era profesor de francés en la Alianza Francesa, nos daba clases de francés a los niños. Teníamos bastante relación con sus hijos. La primera piscina que vimos era de unos suizos que venían en verano y nos acabamos haciendo amigos de sus hijos, Andrés y Miguel. Tampoco hay que olvidar que dieron bastante trabajo en la zona: desde cuidar de sus jardines o hijos a hacer limpieza o construcción y reformas de sus chalets. Eran gente de dinero.

— ¿A qué colegio fue?
— Al de Santa Gertrudis, al de niños, claro. Que entonces estábamos separados. Con Don Félix y con Don Toni, Securrat, que eran nuestros profesores. Los días de frío, lo que hacíamos era ir a por leña, encender la chimenea que había en el colegio, y dábamos la clase delante de la chimenea. Alguna trastada hacíamos, como encerrar a un gato en la clase (poniéndose como se ponen al encerrarlos) y, al entrar la maestra, se lo encontraba dando botes hasta el techo. Otra profesora nos cobraba una multa cada vez que nos portábamos mal, con el dinero plantaba rosales y, los niños, se los destrozábamos. Más adelante hice el BUP en Santa María y, para el COU, fui de los que inauguramos el instituto de Blancadona.

— ¿Siguió estudiando?
— No. Cuando terminé COU empecé a trabajar en la tienda a tiempo completo. Ya te puedes imaginar que, habiendo crecido aquí dentro, alguna vez me habría tocado atender.

— Usted ha podido ver una evolución más que significativa de su pueblo.
— Desde luego. Yo viví la época en la que no había ni luz eléctrica ni agua corriente. Hasta que tuve siete u ocho años no llegó la electricidad. Fue todo un acontecimiento. Jugábamos a fútbol en la plaza con dos piedras como portería. No pasaban más vehículos que los carros, bicis o motos de quienes venían el día de los cobros de las pensiones que os contaba. Hoy en día, la peatonalización del pueblo ha sido una gran gran mejora, después de años con el tráfico pasando por en medio del pueblo. Limitar la altura de las edificaciones también fue una buena iniciativa que ha evitado que el pueblo se masifique.

— ¿A tenido la tentación de convertir su establecimiento a la hostelería?
— No. Aquí, lo que realmente nos da rentabilidad es el estanco. La tienda la mantengo, de la misma manera que mi madre o mi abuela, más que nada por tradición. Más que tentación, lo que he tenido son muchas ofertas, algunas muy exageradas. Siempre he dicho que no. Esto no lo cambiaría por nada. Aunque entiendo que en otros lugares accedan a las ofertas, a mí me parece que eso es ‘pan para hoy y hambre para mañana’. Ibiza debería poner los pies en la tierra.