Toni Torres enfrente de Can Marsa. | Toni Planells

Toni Torres (Sant Joan, 1944) ha regentado durante los años 60 en barrio de Santa Eulària que ahora lleva el nombre de su familia, Can Marsa. Nombre que, en Ibiza, también se relaciona a unas cuevas. Menos conocida que la de Sant Miquel, que pertenecía a una rama de su familia, la de es Canaret también se conocía como sa cova d’en Marçà. Cueva en la que vivía es jai Marçà, abuelo de Toni, que recuerda con verdadera emoción esa etapa de su juventud.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en Sant Joan. Entonces no se nacía en los hospitales, se nacía en casa con ayuda de la comadrona, que era la vecina. Mi padre era Xumeu d’en Marçà. Mi madre se llamaba Rita, un nombre que en Ibiza, se está perdiendo. Mi padre fue pescador más de 40 años. También se dedicaba a vender yeso.

— ¿Vendía yeso?
— Sí. ¡Mucho! Se cogían las piedras, se trituraban, se metían en sacos y se vendía. Para recogerlo, habitualmente se usaba dinamita. Había mucho en los terrenos de mi abuelo, es jai Marçà, en los alrededores de su cueva..

— ¿Su abuelo tenía una cueva?
— Así es: sa Cova d’en Marçà. Que no hay que confundir con la de Sant Miquel, que era de un hermano suyo, Pep. La de mi abuelo es la de es Canaret; él vivió en la misma cueva hasta que tuvo ochenta y tantos años, a penas podía valerse y le llevamos casa. Murió poco después, en 1984. Siempre he pensado que el hecho de sacarle de su cueva, su hogar, fue lo que le mató. No estaba acostumbrado a la vida en una casa. Mi abuela, que era de Can Toni Reiet, vivía en la casa con sus hijos y con nosotros, sus nietos. Allí tenían una finca con el huerto, pero a mi abuelo no le gustaba. Él prefería estar siempre en su cueva.

— Tendría que ir al colegio.
— Claro, iba a Sant Joan, siempre caminando. Cuando tuve una bicicleta empecé a ir al colegio a Sant Llorenç, a una escuela privada que era de Pere Marí. Daba clases al lado del taller que hay en Sant Llorenç.

— ¿Visitaba frecuentemente a su abuelo en su cueva?
— Ya lo creo. ¡Siempre que podía! Tenía mi propia habitación. La de mi abuelo tenía la cama totalmente al filo de un acantilado. Apenas tenía unos barrotes como barandilla entre la cama y el precipicio de cinco o seis metros de caída. Era una cueva bastante grande y era habitual que los pescadores hicieran noche allí de vez en cuando.

— ¿Cómo era la vida en una cueva?
— Diferente. Si te acostumbrabas, no volvías a pensar en vivir en una casa. En verano estaba fresca y, en invierno, se mantenía caliente. Además, el sonido del mar siempre presente con el que me quedaba dormido al instante. En invierno siempre había un fuego encendido para cocinar en cualquier momento. No faltaba nunca una bota de peix sec que, con unas judías del huerto y cuatro patatas, hacíamos un bullit que era de lo mejor. Ya no he vuelto a comer nada igual. Por la mañana, desde bien pequeño, me iba a pescar con la xalana que me hizo mi abuelo. Siempre había alguien vigilándome y, además, no salía de la bahía. Siempre estuve seguro.

— El islote de es Canaret, ¿se usaba de alguna manera?
— Ya lo creo. Allí teníamos gallinas y conejos. Llegamos a construir una especie de tirolina para mandarles la comida los días que hacía mal tiempo y no podíamos ir en la barca. Además, también hicimos, colocando un muro de piedras en una entrada de mar que tiene el islote, un vivero de pescado y langostas. Eso sí, cada vez que se colaba un pulpo, nos mataba algunas langostas que después, no nos quedaba más remedio que comérnoslas [ríe].

— Como habrá prescrito hace años, le pregunto: ¿tenían algo que ver las cuevas con el contrabando?
— Honestamente, lo único que sé al respecto es que mi padre iba con llaüt, de 32,5 palmos, hasta la costa de Levante, probablemente a Dénia, y se traía arroz que vendía de estraperlo a los vecinos y a quien fuera. En casa teníamos de todo y no llegamos a pasar hambre, pero sí que hubo hambre. Recuerdo que una vez vi a un hombre que estaba cogiendo uvas de nuestras parras. Se las estaba comiendo y fui corriendo a decírselo a mi abuelo. Él me preguntó enseguida si llevaba algún saco o cesto. Le dije que no. Luego me preguntó que si él me había visto. También le dije que no y me ordenó que me escondiera para que no me viese. No hizo nada, me explicó que no estaba robando, que estaba comiendo porque tenía hambre.

— ¿Qué fue de esos terrenos?
— Mi padre los vendió a un alemán que se llamaba Otto. Fue en una época en la que yo estaba trabajando como camarero en Vila. Estuve en el bar Mariano, en el Casino y, después en el Hotel Salvador de Portinatx. Con el dinero que hizo con la venta (siete millones de pesetas de entonces, un dineral), mi padre me ofreció comprar el Mar i Sol. Tonto de mí, le dije que no, me pareció demasiado grande para mí. Al cabo de un tiempo, me propuso que compráramos el bar de Can Busquets. Entonces lae dije que sí y, desde entonces, 1964, el bar se llama Can Marsà. También compró el supermercado que llevó mi hermana, Catalina. La verdad es que supo invertir bien el dinero y, a la hora de marcharse, supo repartirlo de la manera más justa. Nos reunió a todos los hijos junto a un notario, un abogado y el gestor, y nos hizo saber a cada uno lo que nos tocaba. Solo puso la condición de que no se podía cambiar nada de lo que dejó atado.

— Desde que lo abrió en los 60 continúa con el bar.
— Así es. Además allí trabaja toda la familia, desde mi mujer, María, a mis tres hijos: Toni, Maribel y Sonia.