Fernando en su fábrica ante un alambrique. | Toni Planells

Fernando Ferrer (Vila, 1955) ha dedicado su vida a la elaboración de licores en la fábrica que sus tíos pusieron en marcha hace casi un siglo.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en un sitio que ya no existe: en el edificio Ibossim, en Vila. Que era donde vivían mis padres, Fernando de s’Anisseta y Catalina de Ca na Tura, tras mudarse desde Casas Baratas. Yo soy el mediano de tres hermanos, el mayor es José Luis y la pequeña, María.

— ¿A qué se dedicaba sus padres?
— Mi padre era maestro. Estudió en Barcelona y, desde que regresó, se dedicó siempre a la docencia. Primero en Corona, después en Sant Antoni antes de ir a Sant Joan. Allí estuvo unos nueve años, vivía en la casa que había encima de la escuela. Allí vivía él con el cura y el guardia civil. Eran otros tiempos y Sant Joan estaba muy lejos. Había que ir y volver en carro, así que se trasladó a Sant Jordi. Un maestro, que se llamaba Mariano Torri, daba clases en Vila mientras mi padre las daba en Sant Jordi. Así que, cuando mis padres se mudaron a Vila, mi padre le propuso a Torri hacer un cambio y, a partir de entonces, estuvo dando clases en Sa Graduada, donde llegó a ser director. Además, cuando terminaba allí, se iba a dar clases de repaso (imagínate hasta donde debía acabar de tanto niño). Allí también daba clases su hermano, Manolo de s’Anisseta. Por parte de mi madre, era de una familia de pasteleros y ayudaba siempre que hacía falta en el obrador. Era hija de Lluís de Ca na Tura. De hecho fue toda una saga, uno de los primos de mi madre fundó el horno de Can Manolo en Formentera.

— Me habla de unos tiempos en los que no todo el mundo podía permitirse ir a estudiar fuera.
— Así es, y no solo fue a estudiar fuera mi padre, también fue mi tío, Manolo. Estuvieron allí, en una pensión, estudiando. Tampoco sé decirte como se apañaron, aunque era una época en la que se trabajaba muchísimo y mis abuelos, María y José, tenían una tienda delante de el Mercat Vell. Un ‘ultramarinos’ de la época donde tenían aceite, azúcar, tostaban café e incluso vendían carbón. Por eso la llamaban Sa Carbonera, aunque no sabría decirte con certeza el nombre real de la tienda.

— ¿Pudo estudiar usted también?
— Yo estudié hasta los 13 años en Sa Graduada (cumplía los 14 en agosto, que era cuando se terminaban los estudios primarios). Un año me tocó mi padre como maestro, como yo era muy hablador, siempre me dolía sentar en las últimas filas, pero él, que me tenía calado, me hacía sentar delante de él y, si me pasaba lo más mínimo, me hacía callar con la vara que tenía. Al modo de ‘la vieja escuela’. Ya te digo que yo era un poco trasto. En una ocasión, con 11 años, me pilló fumándome un cigarro cuando iba de camino al Club Náutico a tomarse un café. Al llegar a casa me tocó el culo con el cinturón, como se hacía entonces (ríe). A los 13 años, antes de terminar el último curso, mi padre me preguntó que si pretendía seguir estudiando. Le dije que no quería saber nada de seguir estudiando, que prefería trabajar. Así que me puso en la fábrica de mis tíos.

— ¿A qué fábrica se refiere?
— A la fábrica que fundaron dos de los hermanos de mi padre, Juanito y Vicent, en 1925. Antes se habían dedicado a la representación de productos, como Martini, a raíz de la tienda de mis abuelos. También fueron de los primeros en vender seguros autónomos para la gente mayor. Eran otros tiempos y, de alguna manera, salvaron la jubilación de mucha gente que, de otra manera, no hubieran podido cobrar una pensión. Un señor catalán fue el que les enseñó todo el tema de la elaboración de bebidas y licores y se animaron a comprar el local al lado del Puerto. Eran de una generación dura, de la vieja escuela. Teníamos batallas continuamente. En esos tiempos se trabajaba de otra manera, se hacían partidas pequeñas, la gente venía a comprar anís para hacer la hierbas o los bares a buscar garrafas de cognac o de lo que fuera. Se hacía todo tipo de licores: cognac, ron, ginebra, vodka, cremas de café, de cacao, cazalla, absenta…

— ¿Cómo era una jornada de trabajo en la fábrica de sus tíos?
— Había que limpiar las botellas, que venían en sacos grandes llenos de paja para que no se rompieran. Se llenaban con los grifos de los barriles uno a uno, se etiquetaban a mano, primero con cola que se elaboraba con hueso de albaricoque, se ponían las cápsulas y después el precinto de hacienda, que ya se ponía entonces.

— Sus tíos, ¿también eran de ‘la vieja escuela’?
— Ya lo creo. De hecho, la fábrica también era una especie de centro social, donde venían sus amigos a sentarse al lado de la estufa y hacer sus tertulias. La mentalidad de mis tíos era bastante cerrada, cada vez que proponía alguna novedad ponían pegas. Tenían la filosofía de «quien quiera algo, ya vendrá a buscarlo», pero yo tenía la intención de intentar expandirnos un poco. Así que, con el primer sueldo que me pagaron, me compré, por mil pesetas, una bicicleta con un porta equipajes para poder ir a repartir cajas de botellas y garrafas. No te creas que no se me cayeron nunca, ¡con lo que pesaban!. A los 16 años, hice lo mismo pero con un Mobilette y, a los 18, igual pero con un coche. Yo hubiera preferido otro modelo, pero me compré un 4L para poder llevar el material.

— ¿Cuál era la bebida más habitual en la época?
— De buena mañana, recuerdo bares como el Metropol, el Rubió, Can Mestret, Cas Bagaix o en Sa Canal, donde la gente trabajadora, marineros y demás, ya se tomaban una cazalla o una absenta. Se la llevábamos en garrafas hasta que se prohibió el granel. Además, en esos años, licores como la absenta no estaban regulados y se hacía con un destilado de ajenjo que hacía alucinar, literalmente, a la gente. Con los años se reguló y, desde entonces, solo se puede poner una parte y media por millón. Antes se ponía a discreción. Era muy fuerte y había mucha gente muy adicta. Hubo una época en la que no podía ni etiquetarse con el nombre de absenta, así que le pusimos otro nombre: pastis.

— ¿Trabajó desde entonces con sus tíos?
— Bueno, mi tío Vicent murió al poco tiempo de entrar yo. Juanito vivió hasta los 98 años y estuve trabajando con él hasta que se jubiló. Desde entonces ya me puse yo y hasta día de hoy. Con el tiempo nos cambiamos de ubicación y nos trasladamos a Can Bufí en 2005.

— Desde la fábrica, ¿notaron la llegada de los hippies?
— Sí, había un artista, Will Faber, que venía muy amenudo con su mujer. También venían los peluts con sus botellas de anís vacías, que le habrían comprado a algún payés´ y, al terminarla, venían a rellenarlas. Algunas de las botellas venían con las ramas dentro de la botella. Eso me dio la idea de hacer lo mismo y vender las botellas con las ramas dentro. Era un trabajazo ir a por las plantas y meterlas en las botellas. Fuimos los primeros en hacerlo, ahora seguimos haciéndolo igual, nosotros y la mayoría de fabricantes.

— ¿Cuál era la bebida más habitual en la época?
— Aunque hace dos años que estoy jubilado en activo, sigo trabajando pero no tanto. La verdad es que tengo ya ganas de tramitarlo todo para que lo coja de lleno mi hijo David, que hace unos años que está al frente de manera brillante. Gracias a él hemos empezado a vender a países como Italia o Suiza y ha tenido muchas iniciativas como hacer ginebra, licor de limón o café caleta. Mis otros hijos, Marc y Fernando se han dedicado a otras cosas, INEF e ingeniería industrial en Barcelona respectivamente. También tengo tres nietos.

— ¿Cual sería la receta original de las hierbas ibicencas?
— Cada uno tiene su receta, uno le pone unas hierbas, otro otras. Uno pondrá 13 distintas, otro 15... No habrá dos recetas iguales.