Carmen Mayans posa para Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Carmen Mayans (Vila, 1947) mantiene la memoria de la Ibiza que sufrió el hambre, donde familias humildes debían buscarse la vida como podían.

— ¿Dónde nació usted?
— En es carrer d’Enmitg. Mi padre se llamaba Bartomeu, pero todo el mundo le llamaba Falomeu. Sus padres vinieron de Formentera, pero nunca llegué a conocerlos. Tampoco conocí a los padres de mi madre, Antonia, que eran de Dalt Vila de toda la vida. Éramos tres hermanos, mi hermana Vicenta (†) y mi hermano Bartomeu, aunque todo el mundo le llama Kennedy. Es un pintor muy conocido (¡y muy chiflado!).

— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— La verdad es que, cuando me preguntaban esto en el colegio pasaba mucha vergüenza. No sabía qué contestar. Mi padre siempre se buscó la vida como pudo: Iba a llevarles las maletas a los turistas desde el barco hasta el taxi. Se dedicaba a vender cosas de estraperlo… Sobre todo, vendía radiocasetes, piedras de mechero y mecheros de esos de metal que llevaban una mecha larga. Venían unos barcos de chatarra largos y, los mismos marineros, se lo vendían a él. Al final, antes de morir, llegó a vender lingotes de oro. Creo que se lo compraban en unos hoteles. Fue la única vez que llegó a ganar dinero y pudo poner un baño en casa. Nunca tuvo un duro y siempre se buscó la vida como pudo. A veces de manera desesperada.

— ¿A qué se refiere?
— A que jugaba a cartas. Recuerdo haber ido de niña alguna vez a decirle algo a una de esas partidas en Sa Penya. Estaban jugando los hombres en un cuartucho lleno de humo. Estoy convencida de que lo hacía más para buscarse la vida que como vicio. De hecho, jamás le vi borracho. Yo era muy pequeña cuando un día llegó a casa llorando. Me quedé de piedra. No era normal ver a un hombre llorando y mucho menos a tu padre. Había perdido mucho dinero. Piensa que, el día que vendía algo, comíamos. El día que no vendía nada, no comíamos. Eran tiempos duros y, si en el campo no tanto, en Vila se pasó hambre. En casa he visto, miseria no, supermiseria. En casa pasamos hambre. En casa no vi nunca leche o fruta. Una vez me desmayé de hambre, literalmente, en un funeral.

— Su madre, ¿no trabajaba?
— No. Mi madre no estaba bien. Nunca se preocupó por nosotros. No me preguntó jamás si me dolía algo o si estaba bien o mal. Tan pronto reía como lloraba y, de repente, se iba a Sant Antoni caminando. Como era una niña no me daba cuenta, y en esos tiempos no se iba al médico por esas cosas, pero, con los años me he dado cuenta de que, tal vez, era esquizofrénica. Ahora me da mucha pena (se emociona). Tuvo una vida muy dura, los de Franco le fusilaron al hermano en el muro del cementerio y se casó en la cárcel. Mi padre estaba en la cárcel, probablemente porque fuera rojo. No me explico cómo hay gente que todavía alaba a Franco, ¡con la gente que mató!.

— ¿Guarda algún buen recuerdo de su niñez?
— Claro. Eso era precioso. Ahora me da pena pasear por mi calle, donde jugábamos todos los niños, y verla llena de boutiques, sin ninguna vida de niños ni familias en la calle. Antes nos conocíamos todos. En la calle d’Enmitg, nos las apañábamos para encontrar huevos y hacíamos tortillas en la misma calle. Jugábamos a la cuerda en las barracas de pescado del muelle. Los pescadores pasaban por delante de mi casa a las siete de la mañana hacia las barracas. También pasaban muy a menudo muchos hombres, por delante de casa. Una noche se subió uno a nuestro balcón, como vio que estaba la luz encendida subió a mirar. Como era una niña no sabía por qué era.

— ¿Sabe ya por qué era?
— Sí. Porque en la calle había una casa de putas. La única que había, la de la señora Rosita. Allí iban todos los marineros (y los que no eran marineros) y era un trajín de hombres cada vez que atracaba uno de esos barcos que creo que les llamaban jeans.

— ¿Recuerda los primeros turistas que vio?
— Perfectamente. Era un matrimonio con un par de niños que se metieron por unas escaleras de al lado de casa. Iban vestidos de esa manera y llevaban un flotador, me los quedé mirando embobada, como si hubiera visto algo de otro mundo. Efectivamente, estaba viendo algo de otro mundo. También me gustaban mucho los peluts, más su ropa y su look que su estilo de vida. Además, eran gente simpática.

— ¿Iba al colegio?
— Sí. Fui al colegio a las monjas de San Vicente de Paúl. Pero solo dos o tres años. A los nueve años ya empecé a trabajar cuidando de un niño, Miguel Ángel. Era el hijo del director de un banco, y yo estaba allí haciéndoles la comida y todo. Yo comía en la cocina, eso sí. Era una gente muy religiosa, rezaban todo el tiempo el Rosario y esas cosas. Pero después se iban de fiesta y dejaban al niño con una cría de nueve años. No sé si eran muy confiados o muy cortos. Estuve unos dos años con ellos.

— ¿Qué hizo entonces?
— Después empecé a trabajar en otra casa, esa sin niños, solo limpiando. Más tarde estuve trabajando, de los 15 a los 21 años, que me casé, en la sastrería d’es Puig. Pero antes me escapé a Palma, con once años y sin decirle nada a nadie. No sé ni como me las apañé para subir al barco. La pena fue que, nada más llegar a puerto, me pilló la policía y me devolvió para casa. Alguien se chivaría. No lo sé, pero fue un drama. Toda mi vida, hasta ahora, ha sido un drama. Al no haber podido hacerme una buena base en la infancia, he estado en una depresión desde hace 40 años.

— ¿Con quién se casó?
— Con Pedro Martínez. Nos conocimos cuando yo tenía 15 años, paseando por Vara de Rey. Eso era muy bonito, iba a pasear todos los domingos, que tocaba la banda e músicos. Allí tocaban los hermanos Palau, que eran los cuñados y el marido de mi hermana. Pedro acababa de llegar de Albacete sin un duro, yo le pagaba los cafés, y supo hacerse millonario con los años. Tuvimos tres hijos, Ana, Pedro y Jordi. A Ana la tuvimos a los nueve meses, me preguntaban si me había casado preñada. Yo siempre respondía que no lo sabía, pero que era posible. En esa época todos eran unos recatados, pero después, a escondidas, ¡imagínate! (ríe a carcajadas). Desde Adán y Eva. Estuvimos 20 años juntos, 14 de casados. Hace 30 años me dejó por una de 18. Allí entré en la depresión. Hasta entonces fui una bambarrucha perdida, no espabilé hasta pasados los cuarenta. Hay quien, con lo que yo he pasado, se vuelve mala. Yo me volví gilipollas.