María Lluisa Calavia, posa para Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Luisa Calavia (Moncada i Reixac, Barcelona, 1941) vivió en la Barcelona de la postguerra antes de casarse e ir a Ibiza, donde trabajó cosiendo para la moda Adlib. «Una catalana ibicenca», tal como se define ella misma.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en Moncada i Reixac, tanto yo, como mi hermano, Josep Maria. Mi padre, que aunque se llama Mariano, todo el mundo le conocía como Ángel, fue panadero antes de la Guerra. Mi madre, Trinidad, trabajó en una tocinería, y es que antes no era como ahora, que una carnicería vende de todo en general. Entonces, cada local vendía un tipo de carne, unos vendían solo carne de ternera, las pollerías solo vendían pollo y en la tocinería se vendía la carne de cerdo, las botifarras y demás. Al terminar la Guerra, mi padre enfermó del estómago, le operaron y, tanto él como mi madre, trabajaron en una fábrica de componentes electrónicos que se llamaba Aismalibar.

— ¿Qué recuerdos guarda de su infancia?
— Recuerdo que mi padre, que era muy buena persona, pero también era un sargento. Por ejemplo, nadie podía levantarse de la mesa hasta que él terminara. Una vez fui a bailar y llegué a las 10 de la noche, media hora tarde. Aunque me acompañaba mi primo antes de pedirme explicación alguna, me soltó una bofetada que las gafas salieron volando.

— Un padre duro.
— Sí, aunque, a la vez, era un cachondo, un bromista y un trasto. Una vez soltó un lagarto en la iglesia armando un buen caos en misa (ríe). Por eso le llamaban Ángel, porque mi abuela, Eusebia, siempre le llamaba ‘Angelito’ por las trastadas que hacía. Él era navarro y se fueron a Cataluña cuando a mi abuelo, Teodoro, que era controlador ferrovial, le destinaron allí. Era el que se encargaba de mover las agujas de las vías del tren. Trabajo que le costó la vida cuando le arrolló un tren mientras empalmaba unas vías. Mi abuela se quedó sola con cinco hijos.

— ¿Iba usted al colegio, o debía trabajar?
— Las dos cosas. Fui al colegio hasta los 14 años, pero, al terminar las clases, me iba a trabajar. Mi padre no quería que trabajara en la fábrica, así que, al salir de clase, me iba a coser a casa de unas chicas que también cosían. Hacíamos, sobre todo, americanas y pantalones para hombres. Yo, lo que más hacía eran los pantalones. ¡Ay, si tú supieras la de braguetas que he tocado! (ríe).

— ¿Hasta cuándo estuvo tocando braguetas?
— Hasta que, con 21 años, me casé con un ‘granaíno’, Antonio. Estuvimos casados durante 55 años y tuvimos dos hijas, Montserrat y Mercedes. Ellas me han dado tres nietos, Alejandro y Raúl, de la mayor, y Daniel, que es de Mercedes.

— ¿Cuándo llegó a Ibiza?
— Cuando mi hija mayor tenía cuatro años, en 1967. Antonio era especialista en la instalación de calefacción y, en esos tiempos, había mucho trabajo en Ibiza, así que nos vinimos. Antes, ya habían venido mis cuñados, Mari y Luis, el hermano de Antonio. En principio, se suponía que era para un par de años, pero nunca más nos movimos de Ibiza. A día de hoy no cambio Ibiza por nada, ni por Moncada ni por Barcelona. De hecho, me pongo enferma al llegar al aeropuerto de Barcelona.

— De Moncada i Reixac a Ibiza, ¿fue un cambio muy radical?
— Radical no: abismal. Piensa que vinimos a Ibiza en pleno mes de febrero. Vivíamos en uno de los apartamentos de Rafel Marí, en la Plaza del Parque. Allí, me asomaba al balcón a las seis de la tarde y, mirando a la acera de Can Vadell, no se veía ni un alma. Me entraba una tristeza terrible, y es que yo era muy jovencita y no conocía a nadie aquí. Para animarme, cada mañana después de dejar a las niñas en el cole, iban a la Consolación, mi marido y mis cuñados me llevaban a desayunar al bar Domingo.

— ¿A qué se dedicó en Ibiza?
— A coser, claro. ¡Pero aquí ya no volví a tocar braguetas, eh?! (risas). Aquí me dediqué a hacer faldas, blusas y vestidos. A lo que se dedicaban todas: a coser para la moda Adlib. Estuve cosiendo, primero por comisión y, después, en el taller de Dora Hert. Estaba en Bartolomé Roselló, después de la Banca March, el segundo portal yendo hacia el puerto.

— ¿Qué recuerdos guarda de esos años?
— Muchos. Por ejemplo cuando íbamos a la playa. Todos los domingos íbamos al Rincón del marino, llegábamos a las 11 de la mañana y volvíamos pasadas las nueve de la noche, cenados y todo. Llevábamos varias neveras, la radio, unas mesas plegables que mi marido cogía del Royal Plaza, donde estaba trabajando. ¡Solo nos faltaba llevarnos el tresillo! (ríe) Yo me levantaba bien pronto para preparar tortillas y de todo. Si es que ¡no veas la que liábamos!. Íbamos nosotros con las niñas, mis cuñados con las suyas, Mayte y Marisa. También venían Mari Ángeles y Manolo, que eran cuñados de mi cuñada, ¡y las abuelas!.

— ¿Qué hizo al terminar en el taller, jubilarse?
— La verdad es que no me llegué a jubilar. Más que nada porque no llegué a cotizar nunca, más que en el taller, pero no lo suficiente. Estuve una buena temporada viviendo como las señoras (ríe) y encargándome de la casa hasta que empecé a colaborar en el club de mayores de Can Ventosa. Allí llevo liada 17 años, siempre implicada en la directiva. Desde aquí he visto pasar a varios alcaldes y alcaldesas y, ¿sabes qué?, independientemente de las ideas, todos son iguales: A la hora de prometer todo es estupendo, pero a la hora de cumplir, todo se queda en muchísimo menos. Además, para los que queda menos, es para nosotros, los mayores.

— Habrá vivido multitud de experiencias en el club de mayores.
— Sí, claro. Pero algunas no tan buenas, como los dos años de pandemia más otro más de reformas con los que estuvimos tres cerrados. Pero siempre lo he disfrutado mucho. Siempre digo me ha parecido que nací antes de tiempo, me encanta la informática, el móvil, la tablet… Siempre he hecho todos los cursos que he podido. También me encanta hacer ganchillo y bailar. Bailo desde pequeña.

— ¿Bailaba en Moncada?
— Sí. En la fábrica en la que trabajaban mis padres, se creó un centro en el que había un profesor y se formó un grupo de bailes típicos de Cataluña. Íbamos por los pueblos a bailar.