Tito Aliern llegó hace dos décadas a Ibiza. | Toni Planells

Alberto, Tito, Aliern (Rosario, Argentina, 1943) llegó a Ibiza tras el ataque a las Torres Gemelas y la «paranoia» que se vivió a partir de ese momento. Una vez en la isla, se dedicó a sus dos vocaciones, la medicina y el arte. Vocaciones que sigue cultivando al borde de sus 80 años.

— ¿Dónde nació usted?
— En Rosario, Argentina, aunque tengo doble nacionalidad, la argentina y la española. De hecho, mi primer apellido, Aliern, es de Tarragona, de donde venía mi abuelo, Francisco. Mi segundo apellido, Ramírez, es canario, de allí vino mi otro abuelo, José. En casa éramos cuatro hermanos, yo soy el único varón, mis hermanas son Patricia, que es directora de una escuela, Mónica, que es fonoaudióloga y María Cristina, que es ingeniera química y que, además, tiene un hijo que ha sido ministro de hacienda de Mendoza.

— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— Mi madre, Margarita Catalina, cosía ropa de mujer. Mi padre, Efraín Daoiz, tenía una ferretería. No una tienda donde se compraban tornillos, era una ferretería industrial que vendía maquinaria muy grande y exitosa. Se da el caso de que nació un dos de mayo, por eso mi abuelo le puso Daoiz como segundo nombre en honor al general Daoiz, uno de los héroes del 2 de mayo.

— ¿A qué se dedicaba usted en Argentina?
— Allí estudié, primero ingeniería química durante cuatro años, pero me equivoqué de puerta: esa no era mi vocación. Mi vocación es la medicina, así que, cuando ya era padre de tres hijos, me puse a estudiar en la universidad más exigente de Argentina, la Universidad Nacional del Rosario, en el Hospital Escuela Centenario. Allí llegué a ser catedrático y trabajé durante muchos años. Soy nefrólogo y médico especializado en deporte. La verdad es que es una vocación que me viene de familia, tengo tíos, primos que eran médicos, igual que mi suegro, que era un patólogo de prestigio internacional y trabajaba para la OMS. Además de médicos eran todos futboleros, como buenos argentinos. Yo también soy futbolero, claro, con solo ocho meses ya estaba en el campo del Central Córdoba de Rosario. Mi abuelo José fue el primer integrante del equipo.

— Su esposa, ¿también estudió Medicina?
— No. María Graciela estudió Antropología y maestra de jardín de infancia. Con ella tuve a nuestros tres hijos, Jerom, Gastón y Amau.

— ¿Dejó Argentina para venirse a Ibiza?
— No. Dejé Argentina tras ser víctima de una gran estafa en los 90. Entonces, un gran amigo mío (es como mi hermano) y un reputadísimo cardiocirujano, Federico Benetti, me propuso ir a Miami a trabajar a su fundación y al Miami Heart Institute. A Federico Benetti se le considera el padre de la cirugía cardiovascular moderna. Allí, en Miami, estuve cuatro o cinco años.

— ¿Y qué le trajo a Ibiza?
— Mi hijo Gastón y su mujer Teresa, que ya habían venido a Ibiza unos años antes, y Amarú, que se vino unos años después. Cuando sucedió lo de las torres gemelas, con toda la paranoia que se formó con el ántrax y todo lo demás, nos insistieron para que viniéramos a Ibiza con ellos. Accedimos y, nada más llegar, nos preguntamos por qué no habríamos venido 20 años antes.

— Entiendo que les gustó el cambio.
— Sí, claro. Aquí seguimos. Pero lo que pasa es que la vida del emigrante es muy engorrosa. Aunque seas el mejor profesional o el mejor médico, cuesta horrores salir adelante. Mis hijos eran más jóvenes y no les costó tanto. Tenían más fuerza y, por ejemplo, Gastón es un gran profesional de lo suyo, un artista que de bien pequeño ya hacía unos dibujos impresionantes y se abrió paso como tatuador.

— ¿A qué se dedicó en Ibiza?
— Al llegar aquí tuve que presentar mis papeles (¡un taco enorme!) y, aunque me llamaron en Can Misses porque necesitaban un nefrólogo, no tenía la homologación necesaria. Tardaron tres años en convalidarme el título. De esta manera, como siempre me ha gustado pintar (y se me da bien) y María Graciela también es una gran artista, me dediqué a pintar. Pinté siempre, con 20 años ya exponía, pero aquí progresé de una manera vertiginosa. La verdad es que me fue bien, tuve varias galerías, pero me agarraron las crisis que se fueron sucediendo desde 2008. Menos mal que me homologaron el título para entonces y pude retomar mi profesión como médico. Tengo dos artes, el arte de pintar y el arte de curar.

— ¿Trabajó entonces en Can Misses?
— No. Ya me pilló demasiado mayor y empecé a trabajar por mi cuenta y como director de Clínic Balear. Lo que pasa es que renuncié. Allí se hacían cosas muy feas y no estaba dispuesto a tolerar lo que hacía allí una doctora ‘conchuda’ que trabajaba de una manera muy poco profesional. Una verdadera delincuente, la llegaron a meter presa. Entonces seguí como médico particular, visitando a domicilio a mis pacientes dentro de mis posibilidades. Si me veía sobrepasado por el problema los mandaba a Can Misses.

— ¿Vivió alguna anécdota reseñable con sus pacientes particulares?
— Muchísimas. Una mañana me llamó una mujer. No quiso decirme por qué hasta que llegara. Resultó ser una brasileña despampanante que, para sacar dinero de Marruecos (de dónde no podía sacar más de 3.000 dólares, se había metido mil dólares en cada zapato que le produjeron unas rozaduras considerables. Pero eso no fue lo peor, y es que había cogido 5.000 dólares, los había enrollado y metido en un condón para escondérselo dentro del coño. Tuvo la mala suerte de que, a la hora de sacarlo, se le rompió quedando el dinero dentro sin poder sacárselo. Pude despegarle el condón de la vagina y, con una pinza de cocher logré sacarlo. De esta manera saqué 5.000 dólares de un coño [ríe]. Se puso la mar de contenta, no solo le dolía y perdía 5.000 dólares, es que, además, no podía trabajar. Ya te puedes imaginar a qué se dedicaba, ¡pobre diabla! En otra ocasión me llamó un ruso para que fuera a su casa en Platges de Comte, un tal Víctor. Estaba un poco resfriado, nada más. Tras revisarlo me dijo que si podía echarle un vistazo a Naomi. Era Naomi Campbell, pero cuando fue a llamarla le tiró un zapato, un cenicero y le armó una buena bronca. No llegué a verla, me marché al oír los gritos.

— Como artista, también tendrá sus anécdotas.
— Sin duda. Cada año exponía en Ebusus. Un día vino Ferrer Guasch, preguntó quién era el artista y, al presentarme, me felicitó de una manera muy particular. Me dijo que estaba exponiendo en la ‘sala del crimen’ por que decía que allí exponían verdaderos criminales [ríe]. También le mostré lo que hacía mi mujer y lo calificó como ‘arte del bueno’. Quién conoció a Ferrer Guasch sabe bien que no regalaba cumplidos. Tampoco invitaba a cualquiera a su estudio y, a nosotros nos invitó, aunque murió antes de que pudiéramos visitarle.

— ¿Y como galerista?
— En la galería vendíamos lo que hacíamos mi esposa y yo. La primera galería, Galería Marfil, estaba en la calle de Sa Carrossa, delante del restaurante El Portalón antes de trasladarme a la Plaça de Vila, delante de El Olivo. Una vez, estaba casi recogiendo cuando entró un señor a ver la obra expuesta. Eran casi las dos de la mañana y el tío estaba mirando y mirando, así que empecé a recoger. El tío se llevó dos cuadros del tirón, resultó ser Roberto Mancini, el seleccionador italiano. En otra ocasión, sobre la misma hora, me hizo lo mismo un árabe que iba en silla de ruedas, rodeado por todo un séquito de personas. Estuvo bastante rato, pero no llegó a comprar nada. Eso sí, un par de días más tarde volvió y me compró 20.000 euros en cuadros.