Juanito Planells (Vila, 1946) creció en la Ibiza de los años 50 y 60. Forma parte de una generación que fue testigo del contraste entre la cultura ancestral de la Ibiza tradicional y la del turismo desinhibido que empezaba a llegar a la isla en la segunda mitad del siglo pasado.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en el callejón que hay detrás de la Fonda Formentera, en Vila. En un segundo piso al que había que subir por una escalera por la que apenas cabía una persona. Cuando mi madre, Antonia, tuvo a los gemelos, yo y mi hermano Paco (después tuvo al pequeño, Antonio), necesitaba la ayuda de las vecinas para poder subir en varios viajes. Primero tenía que subir a uno y después al otro, sin contar con la compra, que también tenía que dejar abajo mientras nos subía a nosotros. Las vecinas se quedaban vigilando al niño y la compra mientras ella iba subiendo y bajando. El carrito ni siquiera cabía por la escalera y lo dejaba detrás de la puerta, en el portal. Mi padre, Francisco, estaba trabajando, claro, y no podía estar allí para ayudarla.

—¿En qué trabajaba su padre?
—Mi padre se dedicaba a la panadería y pastelería, oficio que aprendió en Mallorca. Y es que mis abuelos, Maria y Joan, de Can Cala, tuvieron nada menos que 14 hijos. Eso sí que era una familia numerosa, no había televisión, claro (ríe). Tenían una finca entre Sant Rafel y Corona donde tenían una casa en la que hubieran podido vivir cuatro familias perfectamente. Tantos hijos e hijas, con el tiempo se fueron yendo, uno a Sant Antoni, otro a Sant Rafel, otro a Venezuela y, mi padre, a Palma. Allí trabajó como panadero y, casualmente, fue donde conoció a mi madre, que era de Sant Mateu y también trabajaba allí.

—¿Continuó el oficio de panadero en Ibiza?
—Así es. Estuvo muchos años trabajando en Cas Corpet, que estaba en Vara de Rey. El pan lo hacían en la calle de detrás y lo despachaban en la que daba a s’Alamera. Después tuvo su propia panadería, justo delante de lo que fue el restaurante chino Nan-Kin. Can Ubarqueta, cuya dueña se lo alquiló antes de emigrar a Argentina.

—¿Trabajó usted también como panadero con su padre?
—No. Aunque, cuando iba al colegio sí que me tocaba echarle una mano con el reparto de pan. Iba con una bicicleta con un carrito detrás, a llevar el pan hasta Can Escandell. Mi hermano y yo nos turnábamos, una semana cada uno, para hacer el reparto a las 7 de la mañana y después ir al colegio, a Sa Graduada, a las 9. Pero no te creas que íbamos mucho al colegio, de cada 10 días, a lo mejor íbamos tres. Por eso, cuando tuve 14 años, mi padre, que nos pillaba siempre haciendo el burro por la calle, me dijo que, si no pretendía estudiar, me tocaría trabajar. Así fue, pero lo de la panadería no era lo mío.

—¿A qué se dedicó entonces?
—Mi primer trabajo fue en el bar La Maravilla, con Vicent Manyà, donde estuve dos años. La Maravilla fue una verdadera escuela de camareros en Ibiza. De allí me fui al Sirocco, donde trabajaba con Miró o con Jaume de Ses Salines. También trabajé como camarero en Ebesso, en Ses Coves Blanques de Sant Antoni o en el bar Cristal, con Viten, durante siete años, antes de irme a Es Canar con Joan Riera, Joan d’es Porxo, siete años más.

—En esos años de su juventud, ¿iba mucho de ‘palanca’?
—Ya lo creo. Todo lo que podía y más. Tenía un apartamento, dinero, era un muchacho bien plantado… ¡Imagínate!. Llegué a vivir con una inglesa durante un tiempo y estuve trabajando unos meses en Londres y todo. Todo fruto de ir de palanca. Salíamos toda la noche. En ocasiones ni siquiera me valía la pena pasar por casa y me iba directamente a trabajar.

—Supongo que, el atuendo y estilo de las mujeres extranjeras, sería toda una revolución para los chavales de su generación.
—No te quepa duda. Con 10 u 11 años íbamos a pasear por delante del Montesol solo para verles las piernas y el escote a las extranjeras. Piensa que, hasta entonces, las mujeres que habíamos visto, iban todas vestidas de payesas. También íbamos a la playa y nos escondíamos tras las dunas para verlas haciendo top-less (ríe). También, no íbamos a nadar en pelotas a Sa Sal Rossa o a la Illa de Ses Rates, donde íbamos en velomar. Estoy convencido de que los mejores años de Ibiza son los que ha vivido mi generación. La generación anterior sufrió la época de la Guerra y el hambre y las que han venido después no han podido ver y vivir lo que ha vivido la mía. Aunque no tuviera ni un duro, lo pasábamos en grande.

—¿Tuvo alguna relación más seria con alguna mujer extranjera?
—Diremos que sí. Lo que no he tenido nunca es una relación con una mujer ibicenca. Incluso estuve a punto de casarme con una inglesa. Aunque me gustaba y nos veíamos muy a menudo, la verdad es que no era mi intención casarme. La cuestión es que se organizó la boda, con todos los invitados, los míos y los suyos, que vinieron desde Inglaterra, y, el mismo día de la boda, no me presenté. Cogí un avión esa misma mañana y me hui…

—¿Se casó más adelante?
—Sí. Con una catalana de madre ibicenca, Juana Funallosa Escanéllas, que era nieta de uno de los fundadores del diario de Ibiza junto a Verdera y compañía. Hay una calle con su nombre en Figueretes. Su otro abuelo, Funallosa, también tiene una calle con su nombre en Peñíscola, por haber sido uno de los responsables de la creación del puerto de Peñíscola. La conocí por casualidad, un día que me iba al cine Cartago con mi amigo Fernando Company y ella y su hermana pasaban por ahí para irse al aeropuerto. Fernando las conocía y, aunque se resistió, le convencí para que me las presentara y, como él tenía coche, las acabamos llevando al aeropuerto. Al final no fuimos al cine, pero conocí a quien fue mi esposa. Con ella tuvimos dos hijos, Víctor, que es maestro en Barcelona, y Óscar, que es gestor y nos ha dado a nuestros nietos, Laia y Pau.

—¿Hasta cuándo estuvo trabajando en Es Canar?
—Hasta 1974, cuando monté mi propio bar, el Tornado, en la calle Cabrera número 3. Allí estuve durante unos 40 años, toda una vida. Lo pude comprar gracias a mi padre, que fue quien me compró el local con el dinero de la venta de la finca de Sant Rafel. A mis hermanos también les regaló un local y un piso a cada uno. Mi madre trabajaba en la cocina, hacía las mejores tapas que te puedas imaginar y mi padre nos traía todo el material de la huerta, de un trozo de tierra que alquilaba en Sa Colomina. Nunca tuvimos que comprar una patata o un tomate. Los primeros años fueron duros, aunque el local era mío, la inversión para montar un bar es considerable y yo no tenía un duro. Se implicaron Gasifred, Friesa, Miró, Tieta, la Damm… a quienes pude ir pagando poco a poco. Hoy en día no lo hubiera podido montar de la misma manera. Trabajé mucho, eso sí: a las seis de la mañana ya habría puertas, descansaba un poco al medio día y volvía para cerrar a la hora que fuera. Unos días a las 11, otros a las dos de la madrugada, pero es que otras veces, y no pocas, mi madre venía a preparar las tapas por la mañana y yo seguía allí.

—Durante tantos años, seguro que se vivieron muchas anécdotas en el Tornado.
—Miles. En una ocasión, el que venía a vender los ‘iguales’ vendió un número entero a los clientes. Cuando se terminó ese número, siguió vendiendo cupones con un número distinto, claro, al resto (a mí entre ellos), con la mala suerte (para nosotros) que tocaron un porrón de millones al primero de los números que vendió.

—¿A qué se ha dedicado desde su jubilación?
—A trabajar para el Ayuntamiento. Soy el que se encarga de ir apisonando las aceras cada día (risas).