Marga Núñez (Vila, 1963) lleva la simpatía y las risas incorporadas en cada una de las respuestas e historias que explica. Trabajadora incansable desde su primera juventud, ha sido testigo de la Ibiza de los años ochenta, con sus luces y sus sombras.

— ¿Dónde nació usted?
— En Vila, no me acuerdo exactamente de donde, pero creo que en casa. Mi madre, María, era de Sant Jordi, de Can Xumeu de Sant Jordi y mi padre, Gabriel, era forastero, de Ávila. Se conocieron en Francia.

— ¿Qué hacían sus padres en Francia?
— Trabajar, claro. En aquella época no había mucho trabajo y, con las crisis que había, mi madre y sus hermanas, Cati y Antonieta, se fueron a trabajar a Francia. Allí trabajaron en casas, no sé decirte si limpiando, cuidando niños o ambas cosas. Mi padre, aunque la verdad es que no lo sé exactamente, fue allí a hacer la vendimia. Allí, en París, fue donde se conocieron y donde se casaron. Menudo glamour, ¿eh? (ríe). Allí fueron mis abuelos y todo para la boda. Antes de venirse a vivir a Ibiza definitivamente estuvieron en otros lugares como Bruselas.

— ¿A qué se dedicaron al volver a Ibiza?
— Mi padre no tenía un oficio definido, no era fontanero ni electricista ni nada por el estilo, pero trabajó en empresas como Azulejos Sansano o en Can Pep Simó. Le querían mucho allá donde iba. ¡Más que yo y todo! (ríe). Mi madre se dedicó a cuidar de sus hijos, claro. Tuvieron cinco hijos en solo tres años y ocho meses. Yo soy la mayor, después vinieron Marisol, Yoli y los mellizos, Juan Luis y Esme. La verdad es que nos lo pasamos pipa, la de leña que nos dábamos entre nosotros (ríe). Eso sí, que nadie de fuera nos tocara un pelo (ríe).

— ¿A que colegio fue?
— Primero fuimos a la escuela de Es Clot. Una casa payesa a la que íbamos los chavales de todas las edades, desde tres o cuatro a ocho o diez años. Después, las chicas fuimos a las monjas de San Vicente de Paul y Juan Luis a Sa Graduada.

— ¿Hasta cuándo estudió?
— Hasta los 14 años que, como no me gustaba estudiar, mi madre me dijo que me tocaba trabajar. Así que me puse a trabajar en una panadería que estaba en Vara de Rey (al lado de donde ahora está la tienda de Levi’s), en Can Sans. Tenía que estar allí a las seis de la mañana, cuando llegaba la furgoneta cargada de pan para colocarlo en la tienda. Vivía justo en frente, en el edificio del Crédit Balear, donde mi madre trabajaba como portera. Trabajaba desde las seis de la mañana hasta las dos del medio día. Después volvía a las tres y hasta las seis de la tarde. Entonces me iba corriendo a Artes y Oficios hasta las diez de la noche.

— ¿Qué hacía en Artes y Oficios?
— El burro (ríe), pero me lo pasaba muy bien. La verdad es que me lo pasaba bien hasta en el infierno. Recuerdo con mucho cariño al profesor Piña. Yo era muy mala estudiante y nunca me sabía la lección pero, como siempre preguntaba por orden de lista, sabía perfectamente el día que me iba a preguntar. Una vez me aprendí bien la lección que me tocaba responder, pero me saltó. Yo levanté la mano para pedirle explicaciones, «¿qué quieres Núñez?», me preguntó. «Que me ha saltado», respondí, «pero, ¿te lo sabes?». Volvió a preguntarme. Cuando le dije que sí, ni me preguntó, me puso un cero con tanta fuerza que me rompió la libreta (se parte de risa). Si es que el pobre estaba más que harto de mí, ¡y con razón! (más risas).

— ¿Estuvo mucho tiempo en Can Sans?
— No. No creo que llegara ni a un año. Después me fui a Motos Ibiza con Marga y Pepe, que eran primos. Yo estaba en la oficina y, cada tanto, recuerdo que Pepe me daba un sobre con dinero que debía llevar al banco de Matutes, en Vara de Rey, con una instrucción clara y precisa: no dárselo a nadie más que a Mariner (que sería el director del banco). Al llegar, de primeras, me decían que no era posible dárselo a él en persona, pero era tan cabezona que, al final, acababa en el despacho de Mariner para dárselo en persona (ríe).

— ¿Le gustaban las motos?
— Y me siguen gustando. De hecho ahora me quería comprar un patinete, pero mi familia dice que me mataré y no me dejan (risas). Mi tío, Andrés, me propuso sacarme el carnet de moto grande para comprarme una Puch Cobra de 75cc, que me encantaba. Pero como no tenía paciencia para eso, lo que hice fue ir a la gestoría para sacarme la licencia de ciclomotor y me compré una Vespino. Mi novio tenía una Mobilette de esas rojas y yo quería ir con él. Al final me acabaron robando la Vespino una vez que se la dejé a una amiga, se le pinchó y la dejó en el antiguo ambulatorio (donde ahora está la Policía Nacional). Cuando fui a buscarla, pillé a unos chavales de Puig d’en Valls desmontándola. Recuerdo que pillé un par de piedras y les dije «ya la podéis montar ahora mismo, si no, vengo con los de la Frankfurt y os mato» (ríe). ¡Vamos, si la montaron!, lo que la dejé echarse a perder.

— ¿Quién era ese novio de la Mobilette roja?
— Juan Carlos, mi marido. Nos conocimos cuando éramos unos críos. Recuerdo que iba camino del colegio y él estaba siempre apoyado en un coche enfrente de Can Rafal. Yo pensaba «¿qué mierdas hace este siempre aquí?». Él pensaba «esta estúpida ¿por qué pasa siempre por aquí delante?», nos caíamos fatal (se parte de risa). La cuestión es que, al final, acabamos juntos hasta día de hoy. Tuvimos dos hijas, Cati y Carla, que tienen a Carlos y Mattía respectivamente, mis dos nietos. Nos casamos en el 82 e hicimos la mili juntos en Almería.

— ¿Me puede explicar mejor eso de hacer la mili con su marido?
— (Ríe) Pues nada, que él se fue a hacerla en octubre, cuando yo ya estaba embarazada. Nos casamos en enero y, cuando tuve a Cati, al mes me fui a Almería hasta que Juan Carlos se licenció. Me presenté en el cuartel a hablar con el comandante, le dije que estaba embarazada y que, si me pasaba algo, sería por su culpa. De esta manera le dieron el pase pernocta para que durmiera conmigo (ríe). Al volver, aunque a mi suegra no le gustaba, empecé a trabajar en la tienda de electricidad de Juan Carlos, hasta día de hoy.

— Me está hablando de los años 80, ¿cómo los recuerda?
— Fueron unos años muy duros por culpa de la heroína (su actitud risueña se diluye). Piensa que en la pandilla, ‘los de la Frankfurt’, éramos unos 30 o 40 y solo quedamos cinco o seis. Cuando volvimos de la mili estaban casi todos enganchados, recuerdo que llorábamos y todo al verlos como estaban. En ese sentido, Juan Carlos siempre me dice que le he salvado de muchas. La realidad es que nos salvamos mutuamente. Tengo una foto de toda la pandilla en una fiesta y acabamos antes si señalamos a los que quedan vivos que a los que murieron en esos años. Cada muerte era una puñalada. Con la heroína, los años ochenta fueron tremendos.

— ¿Desarrolla alguna afición?
— Sí. La música, pero la buena, sobre todo rock, ¡nada de reggetón!. Me encanta bailar y ver conciertos en directo. De hecho, ahora teníamos un viaje para ir a ver The Cure a Barcelona con mis hermanas y amigos, pero al final no podremos ir. Mi marido, Juan Carlos, y yo somos muy aficionados al rock, La Polla Records por ejemplo, que tienen unas letras que, aunque tienen muchos años, valdrían perfectamente para hoy en día. Siempre digo que el día que me muera no quiero ni misas ni hostias, quiero que mi familia escuche U2, Héroes del Silencio y Statuas de Sal. ¡Y que todo el mundo ría, baile y peguen saltos! (ríe).