Antonia Rodríguez (Baza, Granada, 1963) llegó a Ibiza a los seis meses con toda su familia. Creció en Sa Penya. Se crio rodeada de pescadores y del vecindario, que les acogió como a unos más de la familia que suponía la comunidad de un barrio como Sa Penya en los años 60 o 70. Testigo también de la degradación que las drogas llevaron al barrio en el que ha vivido la mayor parte de su vida.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en Baza. Allí mis padres, Alejo y Josefa, vivían en una cueva con sus cinco hijos, Carmen, Juan, el Perico y Paqui. Paqui murió de niña, le pusieron una inyección de penicilina y resultó ser alérgica, la pobre. Mi padre iba y venía a Ibiza. Aquí trabajaba en la construcción del aeropuerto con una colla de gitanos que reclutaron para hacerlo.

— ¿Tiene recuerdos de su vida en la cueva?
— No. Nos vinimos toda la familia cuando yo solo tenía tres meses. Yo creo me engendraron entre que mi padre iba y venía de allí. Trabajó mucho tiempo en la obra y después en el paseo marítimo con los barcos. También fue el mozo de espada de la Plaza de Toros hasta que la cerraron. Entonces estuvo en el campo del Ibiza hasta que se jubiló. Allí cortaba el césped, lavaba la ropa a los futbolistas… Mi madre, los días de partido, vendía chucherías. ¡Comíamos allí y todo!.

— Aparte de vender chucherías en el campo de fútbol, ¿a qué se dedicaba su madre?
— Trabajaba entre casa y los restaurantes de la calle Mayor fregandolos platos. Más adelante trabajó en Es Cavallet, y lavaba los manteles de los restaurantes del Puerto. También recuerdo que mi abuela, Patrocinio, a la que llamaban ‘La Folla’, siempre nos traía sobrasadas o otras cosas que le daban los payeses. Ella y mi abuelo, Juan, también vivían con nosotros.

—¿Dónde vivieron al llegar a Ibiza?
—Al principio vivimos un tiempo en Dalt Vila antes de que mi madre alquilara una casa en Sa Penya, en la calle Rincón Santa Lucía. Fuimos los primeros gitanos que vivieron en Sa Penya. Cuando llegamos no había ninguno, pero, en poco tiempo fueron llegando más y más. Hasta entonces, todos los vecinos eran ibicencos, la mayoría pescadores, y eso era como una familia. Mira tú hasta donde, que a nosotros nos crio la vecina de enfrente, Catalina. Una señora ibicenca, que, aunque lo entendía, no sabía hablar en castellano. Su marido, Vicent, era pescador y siempre nos traía pescado. Había un vecino abajo, que se llamaba Manuel, que era el que nos ponía las inyecciones. Cenábamos en la calle con todos los vecinos. En casa, como mis hermanos, Pedro y Juan, eran panaderos y trabajaban de noche en Can Rumbo, mi madre dejaba la puerta abierta. En esos tiempos no hacía falta cerrar.

— ¿Iba al colegio?
— No. Nunca fui al colegio. Si sé leer y escribir es gracias a unas clases que organizaban las monjas de San Vicente. Allí, de las seis a las siete y media de la tarde, de lunes a viernes, Sor Francisca organizaba unas clases para las gitanillas del barrio. Sor Francisca hacía venir a unos soldados que nos enseñaban. Seríamos unas 15 o 20 niñas y nos ponía a tres niñas en una mesa con un soldado que nos enseñaba a leer y escribir. Recuerdo a uno muy bueno que se llamaba Sebastián.

— ¿Qué hacía el resto del día?
— Ayudar en casa, no te creas que estábamos por la calle. Si no podía ir al colegio era porque mi madre estaba siempre pariendo. ¡Tenía a uno detrás de otro!. En casa, en 36 metros cuadrados vivíamos los diez hermanos, mis padres y mis abuelos. Así que nos tocaba ir al lavadero de Sa Penya. Entonces no había pañales como ahora y había que lavarlo todo y me tenía que subir a unos bloques, con seis o siete años, para lavar la ropa de mis hermanos. Eso sí, cuando podíamos, no íbamos a bañar a las piedras de la peña. Allí donde se tiraba la basura, y es que no pasaba el basurero. Por un lado estaba el montón enorme de basura, pero nosotros íbamos al otro lado.

— ¿Cuándo empezó a trabajar?
— A los 14 años, recuerdo que mis padre tuvieron que firmarme una autorización, para trabajar en la Estación Marítima. Allí estuve unos seis años, como en Es Cavallet, que es donde me fui después. También estuve en el Sausalito un tiempo. Pero donde más tiempo he estado es en el Ibiza Playa, trabajando en la cocina. Como mi padre trabajaba en el Ibiza, Julián Verdera, que era el presidente del equipo y el dueño del hotel, le ofreció trabajo para mí cuando supo que lo necesitaba. Era uno de los hombre más buenos que he conocido. Por las tardes, cuando veía a un grupo de personas con problemas que se sentaban con sus litronas cerca del hotel, me llamaba a la cocina y me mandaba hacerles unos bocatas y llevárselos. Trabajé en el hotel hasta que abrimos el bar Kenene con mi marido, Tasio.

— ¿De dónde sacó a ese Tasio?
— De una boda gitana en la Plaza de Toros, la de Paca y Bastián, sería el 78 o el 79. Como mi padre trabajaba allí, le dejaban organizar las bodas, la de mi hermano, por ejemplo. Nos casamos enseguida, pero no hubo boda.
Como le daba tanta vergüenza hacer todo el ritual del pedimiento delante de la gente, me acabé yendo con él antes de la boda. Mi padre, aunque se enfadó un poco, le acabó dando la mano y diciéndole, «te perdono, pero esto no me lo vuelvas a hacer más» (ríe). Y no lo ha vuelto a hacer más, no (más risas). Tuvimos a nuestros hijos Tasio, que es Policía Nacional; José Antonio, que falleció hace unos años en un accidente con el camión de Herbusa, el pobre; Ana, que es enfermera y Alejo, que es Policía Nacional.

— ¿Vivió en Sa Penya mucho tiempo?
— Casi toda mi vida. Viví en la casa de la familia hasta que me casé con Tasio. Entonces nos fuimos al lado, a la calle San Pedro y, más adelante, detrás de San Telmo. Mi madre se fue hace unos treinta años y, entonces me la quedé yo. He vivido en Sa Penya hasta hace unos 25 años, que vivo en el centro de Vila.

— ¿En qué momento hubo que empezar a cerrar la puerta en Sa Penya?
— Con la llegada de las drogas. Sobre todo después de los hippies, que eran buena gente, y de dinero. Mi madre les abría las puertas y venían por casa. No eran gente drogada. Había una chica, la llamaban Maraca, que siempre estaba por las casas de las gitanas y más adelante nos enteramos de que era de una familia multimillonaria. Los hippies fumaban y trapicheaban con chocolate o marihuana. Lo malo vino después, cuando se empezó con la heroína y la coca. Empezó a venir gente de fuera, gitanos de otro tipo, pero también payos, a quienes no conocíamos. No trabajaban y los que veías con un tren de vida que no te cuadraba. Había movimiento de gente yendo y viniendo y, aunque a nosotros no nos decían nunca nada, ya no dejabas a los chicos que estuvieran en la calle. Cuando comenzó lo fuerte, me empecé a ir y venir a Granada. Solo venía a hacer la temporada y , después, nos íbamos con la familia de Tasio. Gracias a Dios, nadie de mi familia tuvo nunca problemas con las drogas.