Cayetano descubrió su vocación artística tras su jubilación. | Toni Planells

Cayetano Miró (Los Tojos, Cantabria, 1945) trabajó durante tres décadas en Gesa y descubrió su vocación artística tras su temprana jubilación. Desde entonces dedicó su tiempo al voluntariado y a formarse como escultor en la Escola d’Arts i Oficis, inspirado por la carrera artística que cursaba entonces su hija, la artista Aida Miró.

—¿De dónde es usted?

—Soy de Ibiza, pero nací en Cantabria. En el pueblo de mi madre, Luisa, que se llama Los Tojos. Apenas estuve allí dos meses antes de irnos a Palma, que es donde vivían mis padres. Mi padre, Antonio, era de allí, pero como era Guardia Civil, lo destinaban a distintos lugares. Así fue como conoció a mi madre, cuando le destinaron a Cantabria para controlar a los ‘maquis’ de la zona. De los ocho hermanos que somos, yo nací en Cantabria, dos en Mallorca y los otros cinco son ibicencos.

—¿Cuándo llegaron a Ibiza?

—Cuando yo solo tenía tres años. Los tres primeros años vivimos en Sant Joan, donde estaba destinado mi padre, pero después nos mudamos a Vila, al cuartel de la Guardia Civil en la calle Azara. Allí es donde me crié, jugando por la calle, organizando el fogaró en Sant Joan y haciendo todo tipo de actividades. En el cuartel de la Guardia Civil era como una familia. Como todos eran de fuera, se formaba una buena piña en la que todos se ayudaban mutuamente. Sin embargo, ni yo, ni ninguno de mis hermanos decidimos hacernos militares o de la Guardia Civil. Yo me planteé hacer la mili con la Guardia Civil, pero eran tres años de servicio y preferí hacerla de voluntario, que eran dos años y la hice en el Castillo, aparte de los tres meses de instrucción en Palma.

—¿A qué colegio iba?

—Iba con Don Ernesto, que era el maestro que daba clases en el Pereira. En el recreo y para las clases de gimnasia, íbamos a la Plaza del Parque. Muchos de los compañeros también eran hijos de Guardia Civiles y éramos una buena piña. Como además, yo era monaguillo, los días que había entierro, Don Ernesto me dejaba salir a las 11 de la mañana. Eso, para mí, era todo un privilegio. Recuerdo que, una vez al año, nos llevaban al cine. Nos daban un bocadillo de chocolate y nos llevaban a ver siempre la misma película: ‘Franco, ese hombre’.

—¿Siguió estudiando en el instituto?

—No. En vez de ir al instituto me fui a Castellón a estudiar para ser fraile en un seminario. Allí estuve tres años. En unas vacaciones en las que vine a Ibiza dije que ya no quería volver. No era lo mío. Cómo no, si no quería estudiar más, me tocó trabajar. Así que empecé a trabajar en la construcción, en el edificio de delante de Artes y Oficios con Juan Roca, un constructor mallorquín.

—El de albañil, ¿fue su oficio durante mucho tiempo?

—No, he tenido varios oficios. En la obra estaría unos cuatro o cinco años antes de hacerme escayolista donde estuve unos diez años. Después pude entrar en Gesa, donde estuve unos 30 años como lector cobrador. Íbamos por toda la isla, leyendo los contadores un mes, y cobrando el mes siguiente. No era muy estresante, la verdad. En esos tiempos se cobraba al contado y había mucha confianza. Hasta el punto de que, algunos, incluso te dejaban la llave de la caja de contadora bajo una maceta, y allí mismo te dejaban el dinero. Yo les dejaba el cambio y el recibo. Fue mi padre quien me recomendó entrar en Gesa, me decía que, en principio, se ganaba poco, pero que, a la larga, saldría ganando. Así fue. A los 55 años me jubilaron, en la reconversión que se hizo cuando la privatizaron, con el 100% de paga. En aquellos años, trabajar en empresas como Gesa o Iberia era como trabajar en un banco o en un ayuntamiento. Eran empresas gubernamentales y se vivía bien, era como una familia. Eso sí, se tenía que hacer un examen antes.

—¿A qué se dedicó entonces?

—Como a mí no me gusta estar en el bar, he hecho muchas cosas. Voluntariado entre ellas en la Cruz Roja, donde era buceador. También estuve con Manga Pitiusa, acompañando a gente mayor a pasear por Dalt Vila en el medieval, por ejemplo. Pero la etapa de cuidar a los demás ya pasó, ahora me dedico a cuidarme a mí mismo, que a mi edad no es poca cosa, y a trabajar mis esculturas en mi taller en es Camí Vell.

—¿Desde cuándo se dedica a la escultura?

—Cuando me jubilé, lo primero que hice fue pintar. Pero me di cuenta de que pintaba todo el mundo y decidí cambiar de disciplina y dejé la pintura por la escultura. Así que me apunté a Artes y Oficios donde hice tres años de ebanistería artística y me dedico a hacer esculturas con troncos y raíces de olivo. Es a lo que me dedico cada día en mi taller, bajo un almendro, y ya he participado en varias exposiciones, en Es Polvorí o en Sa Punta d’es Molí. Incluso una individual en Can Tixedor.

—¿Tuvo siempre inquietudes artísticas?

—No. Se podría decir que la vena artística la heredé de mi hija, Aída, no al revés como suele ser más común. Cuando me jubilé, ella estudiaba Bellas Artes y, cuando venía le cogía los libros, tomaba nota y me acabó entrando la vena por el arte. Aida es una artista reconocida, además se sacó el doctorado de Bellas Artes.Tengo otra hija, Ana, que es la madre de mi nieta, Lúa, y que ha sido modelo internacional. A su madre, Rosa, la conocí de jovencito, un día que nos encontramos en Platja d’en Bossa, cuando apenas había tres o cuatro palmeras en toda la playa. Desde entonces hasta ahora. Tanto ella como yo, somos de ‘Can Res’ (ríe), y es que, entre que mi familia era de fuera, y su padre era alicantino (su madre era de Formentera), no tenemos un ‘can’ como las demás familias ibicencas (ríe).