Sebastián creció en la Dalt Vila de los años 60 en una de las primeras familias gitanas que se instalaron en Ibiza. | Toni Planells

Sebastián Fernández (Baza, 1962) creció en la Dalt Vila de los años 60 en una de las primeras familias gitanas que se instalaron en Ibiza. En su lenguaje se cuela una y otra vez una de sus vocaciones, la poesía, recurriendo a metáforas y otras figuras literarias para describir, por ejemplo, el barrio de Sa Penya, en el que ha vivido buena parte de su vida. Otra vocación que mantiene activo a Sebas es la escultura, que también sigue practicando día tras día.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en Baza, pero mis padres, Juan Vivcente y Juana, se vinieron a Ibiza cuando yo solo tenía seis meses. Aquí nacieron el resto de mis siete hermanos. Vivíamos en Dalt Vila, en la calle San Luis, 16. Ahora seguimos viviendo allí. A mi familia les llamaban ‘Los Chindos’, que significa pureza y lealtad. Para Los Chindos la mentira no es su casa ni el engaño es un amigo.

— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— Mi madre enredaba sillas de anea y mi padre es uno de los que construyeron el aeropuerto de Ibiza y la marina de Ibiza Nueva. El tío hacía de buzo sin saber nadar, se ataba a una cuerda a la plataforma y se metía a apretar unos tornillos a tres o cuatro metros. Era un hombre valiente, trabajador y muy honrado.

— ¿Cómo fue su infancia en Dalt Vila?
— Una infancia que no cambio por nada. Iba al colegio al Pereira con Don Ernesto. Aunque pasaba la mayor parte del tiempo haciendo ‘salera’ en Los Molinos, viendo el mar, pescando y nadando allí desde el día que me encontré un flotador y decidí aprender a nadar con él. Siempre me llevaba un espejito y un peine para arreglarme antes de volver a casa, pero un día mi madre me pegó un lametón y se dio cuenta de que venía de la playa. Desde entonces, ella me llevaba y me venía a buscar al colegio. Acabé de aprender a nadar del todo cuando unos amigos me dejaron tirado en la Isla de las Ratas y tuve que volver nadando como pude. Ahora soy un ‘pescao’ y cada año salto del ‘Salt de s’ase’ el día de la Berenada. Un día llegando a Los Molinos me adelantó un coche y salieron dos señores que tiraron a otro al mar. Escondido tras unos matorrales, mi película era que se habían deshecho de un cadáver. Estaba muerto de miedo y subí corriendo a Dalt Vila gritando que habían matado a uno. Cuando llegué a Dalt Vila me encontré con todos los vecinos muertos en el suelo. Fue terrorífico: la señora de las pieles que estaba en la Plaza del Sol, Juana, la de la tienda, los chiquillos que estaban jugando… todos tirados en el suelo.

— Me parece increíble lo que nos está contando...
— Piensa que yo tendría solo unos nueve años y eso es lo que yo veía. Me senté a llorar en un escalón hasta que llegó mi madre y empezó a airear a la gente con ventiladores y todo lo que pilló. Resulta que había habido un escape de gas butano y se quedaron todos inconscientes. Lo del muerto resultó ser un hombre borracho al que los amigos echaron al agua para espabilarlo (ríe).

— ¿Cuándo empezó a trabajar?
— Mi primer trabajo fue con 10 u 11 años en ‘El Bucanero’ en la Plaça de Sa Drassaneta, pelando patatas en un cubo. El jefe era un francés que me daba una sopa que me encantaba, la ‘vichyssoise’, que tardé mucho tiempo en volver a probar y que me flipaba. Pero hacía cosas como bajar desde Dalt Vila andando con las manos y, al llegar abajo, ya me había ganado para una hamburguesa. También me sacaba unas propinas acompañando a los extranjeros por el túnel de Dalt Vila con una linterna, o vendiendo tirachinas que hacía yo mismo. Yo era un chaval bastante querido, ayudaba a las monjas a subir la compra hasta arriba y me daban higos y almendras. También es verdad que los chavales me tenían envidia y me las hacían de todos los colores.

— ¿A qué se refiere?
— A que me esperaban los fines de semana para quitarme los cinco duros que me daba mi padre para ir al cine. O me tiraban a un montón de tierra muralla abajo. Me pegaban y todo hasta que un día la cosa cambió. Yo había criado un gorrión que me trajo mi padre de una obra en su nido. Teníamos mucho vínculo, ¡me lo llevaba hasta al colegio y todo! Lo llevaba siempre en el bolsillo, protegido con un cartón. La cuestión es que un chaval al que le vendí un tirachinas se peleó conmigo y, en la pelea, me mató el gorrioncillo. ¡No veas como me puse! Nadie me volvió a tocar. Desde ese momento cobraron todos.

— ¿Vivió mucho tiempo en Dalt Vila?
— Mi madre sigue viviendo allí. Yo me compré una casa en Sa Penya cuando me casé a los 19 años con Elisea, con quién comparto siete hijos y 15 nietos. La casa de Sa Penya era una maravilla, con su playa al lado, con las calles peatonales, con restos de geranios en todos los balcones. Era un barrio de pescadores del que se estaban marchando todos a pisos de Vila. Fue el Padre José el que nos introdujo allí. Pero el barrio no tardó en cambiar.

— ¿Cuándo cambió Sa Penya?
— Yo siempre me he preguntado el porqué de las cosas, cada vez que mi madre me mandaba a por algo tardaba una hora, entreteniéndome, preguntándome por qué esto era así o por qué eso estaba asá. Ahora me pregunto el porqué las administraciones nunca han llegado a entender el verdadero problema de Sa Penya. Nunca fue falta de liquidez, sino de ética. (Pone tono poético) ¿Por qué son cuevas llenas de agujeros donde viven personas compartiendo sus camas con ratas? Porque es allí donde hace acto de presencia el señor con ‘zapatos demasiado limpios’, portando en sus bolsillos la solución a tanta miseria, ofreciendo a cambio la muerte disfrazada de guante blanco y oscureciendo con sangre los rincones románticos de este barrio ibicenco. En la época de los hippies los hijos de los ‘señores con los zapatos demasiado limpios’ se engancharon a estas sustancias y decidieron poner la tienda aquí arriba, para que ‘la burra’ no saliera fuera. (Abandona el tono poético). Dejaron que se degradara para que ahora se puedan vender las casas más baratas. Lo peor que quienes lo sufren son los niños. Piensa que la marginación lleva al odio y eso no es nada bueno. De hecho, yo fui de los primeros en salir de allí a trabajar a otros lugares.

— ¿Dónde fue a trabajar?
— Primero fui a trabajar de seguridad a Ku, luego a Pachá, al Glory’s y a Amnesia. También estuve en Space desde que se inauguró. Yo soy una persona que no busca enemigos y tenía mano izquierda a la hora de sacar a la gente. A lo mejor les decía que estaba el jefe delante, que le echaba y que volviera en 20 minutos por la puerta de atrás y le dejaba pasar otra vez. Estuve muchos años allí. El resto de albañilería, el oficio que me enseñó mi padre, hasta que tuve un accidente que cambió mi vida. Mi padre estaba trabajando en un tejado y, al verlo, le mentí para que se bajara y cambiarnos la tarea, él abajo y yo arriba. La cuestión es que se rompió el forjado y acabé rompiendo el techo que había abajo. Estoy lleno de tornillos.

— ¿Por qué dice que le cambió la vida?
— Porque, con lo que me quedó de la Seguridad Social no podía subsistir y me dediqué a hacer esculturas de piedra. Primero un Budha, que vendí enseguida y, a partir de allí, me ha dado para darles de comer a mis niños. Los de un yate me llegaron a pagar 6.000 euros por una y encima me dieron 200 de propina. También descubrí mi vena poética cuando me caí. No podía desconectar con los niños revoloteando todo el día, así que me encerré en un armario un par de días a escribir con una bombilla. Escribiendo empecé a comprender cómo funciona este mundo, (vuelve a poner tono poético) acelerado para concluir mucho antes con las metas a las que a su ritmo natural llegaríamos más tarde, pero en armonía.