Lina Roig se ocupó de la cafetería de Formación Profesional durante tres décadas. | Toni Planells

Lina Roig (Sant Miquel, 1948) creció en el Sant Miquel de los años 50, vivió la llegada de los hippies en los años 60 y, a partir de los 70 sirvió desayunos, confianza y bonhomía a numerosas generaciones de estudiantes de Formación Profesional, en Blancadona, durante tres décadas.

— ¿De dónde es usted?
— De Can Toni d’es Vildu, en Sant Miquel, que es donde nací. Toni d’es Vildu era mi padre, a la vez que lo era el suyo. Mi madre, Eulària, era de Can Maries, también de Sant Miquel. Yo soy la de en medio de cinco hermanos.

— ¿A qué se dedicaban en su casa?
— A la finca. Vivíamos exclusivamente de ella. Solo teníamos que comprar fideos, arroz, azúcar y sal, cuando no la buscábamos en las salinas. Todo lo demás lo sacábamos de la finca. Gracias a Dios, en casa no pasamos nunca hambre, mi padre hacía el pan con el trigo que sembraba, hacíamos matanza y no nos faltó de nada. Sin embargo, recuerdo que había gente que venía a ‘captar’. Me refiero a gente que tenía que ir por las casas a pedir un puñadito de habas, de pan o de lo que fuera. Mi padre siempre fue muy generoso en ese sentido. Pero la vida fue un poco injusta con él durante la Guerra. Le acusaron de quemar iglesias y, por mucho que insistiera su capitán, Valens, que él no podía haber sido porque estaba en el cuartel haciendo guardia en el Parque, aunque no le fusilaron, le castigaron igualmente. Estuvo, primero en Es Campament de Formentera y después en Mallorca junto a dos ibicencos más, haciendo las carreteras. Su padre murió mientras él estaba preso y, por mucho que suplicó que le dejaran ir a su entierro, aunque fuera engrilletado, no le dejaron. No lo olvidó nunca.

— ¿Cómo era la vida en Can Toni d’es Vildu cuando era niña?
— No te creas que nos sobraban las cosas, cuando se rompía un plato o un ‘llibrell’, no te creas que se compraba otro, entonces se ‘aspaban’: mi padre juntaba los trozos y les hacía un pequeño agujero por donde los unía un un ‘aspa’. Un alambre en forma de grapa grande que pasaba justo por el agujero. Se unía tan bien, que el agua no pasaba. Entonces, se decía que el plato o el ‘llibrell’ reparado estaba ‘aspat’. En la cocina, teníamos los ‘furnells’ que iban a base de la leña. La leña se usaba para todo, para hacer el pan, para cocinar o para calentarte en invierno rodeando el fuego que hacíamos en el ‘cucó’ de la cocina y comiendo naranjas. La leña la recogíamos en el bosque, por eso siempre estaba limpio y cuidado. Allí también se hacían hornos cal y carbón. Todavía recuerdo cómo hacían sonar los ‘cornets’ por la noche para pedir ayuda o relevo. También recuerdo cuando mi padre nos metía en el carro y nos llevaba a Vila, era un viaje largo desde Sant Miquel. A la vuelta, nos tapaba con una manta y llegábamos a casa dormidos. Mi padre nos quería muchísimo, de hecho, una gente con dinero trató de adoptarme y él se negó en redondo. Les dijo que, aunque era pobre, no nos faltaba comida y quería a cada uno de sus hijos por igual, y no dejaría a ninguno por nada en el mundo.

— ¿Tiene buen recuerdo de su niñez en Sant Miquel?
— Ya lo creo. Siempre añoraré mi niñez. Ahora tienen montones de juguetes carísimos a los que los niños no hacen ni caso, ¡y es que no saben ni jugar!, todo el día con la cabeza metida en las maquinitas. Nosotros jugábamos con lo que teníamos. A base de papeles y trapos muy muy apretados, los cosíamos para hacernos una pelota con la que poder jugar en la era, si es que no estaba llena, claro, que cuando se batía no podíamos jugar allí. También jugábamos a tiendas con restos de macetas rotas. Mis amigas eran mis hermanas, siempre jugábamos juntas, aunque también nos acompañaban algunas vecinas, como las de Can Carabassó y Cas Pujol, María se llamaban las dos. En verano, siempre nos mandaban a jugar al pinar, a la sombra, y recuerdo que uno de esos días ocurrió una gran desgracia. Mientras jugábamos en el pinar con María de Can Pujol, se escuchó un grito estremecedor desde Can Carabassó. Era la madre de nuestra amiga, María, que se había ahogado en el ‘safareig’. Solo teníamos cinco años. Fue muy triste. De hecho, pasé varios meses viviendo en Can Carabassó, acompañando a sus padres, María y Xumeu, que estaban totalmente desconsolados. María era su única hija, gracias a Dios, más adelante tuvieron dos hijos más.

— ¿Cuándo empezó a trabajar?
— A los 14 años, en la peluquería de Vicenta Bassetes, que estaba en el Puerto, encima del bar Can Garroves. El balcón daba al muelle y desde allí veía como llegaban los barcos y cómo se marchaban entre papeles. Era precioso. También viví desde allí la llegada de los primeros hippies que, por mucho que les critiquen, eran buena gente y muy tranquilos. Unas criaturas que no eran más que unos rebeldes respecto a lo que les mandaban sus padres. El trabajo en la peluquería me encantaba.

— ¿Se mudó a Vila para trabajar?
— No. Nos mudamos unos años antes, tras el nacimiento de mi hermano pequeño. En el parto, mi madre perdió mucha sangre, se quedó muy débil y estuvo muchos meses en Palma. Así que mi padre decidió que nos mudáramos a Vila. Vivimos en Sa Penya y él iba a trabajar a los estanques de las Salinas, cosechando sal. Allí iban muchísimos ibicencos, era donde podían ganar algo de dinero. Más adelante se dedicó a la construcción. Fue entonces cuando fui por primera vez al colegio, a las monjas de Sant Vicent, durante cuatro años.

— ¿Trabajó mucho tiempo en la peluquería?
— Nueve años, hasta que me casé con Joan Serra, de Can Racó. ¡Ya hemos celebrado hasta las bodas de oro hace un par de años!. Tenemos a nuestros hijos, Javi y Eva, y cuatro nietos, Hugo y Mario, que son de Javi, y Adrián y Pau, de Eva. Con Joan, que era constructor antes de que nos casáramos, cogimos la cafetería de Formación Profesional, en Blancadona. La llevamos durante 30 años, hasta que nos jubilamos. Con mis hijos y todo, en una época en la que no había ni lavadora. Además, los fines de semana, poco a poco, nos hicimos la casa en Puig d’en Valls. Allí vivimos con mis suegros, Toni y Catalina, en el piso de abajo, mi suegra fue la que me enseñó a cocinar. Ambos vivieron más de cien años con una salud envidiable.

— ¿Guarda buenos recuerdos de la cafetería de F.P.?
— Siempre me han encantado los niños y siempre me han querido mucho. Recuerdo cuando las niñas acudían a mí porque les había venido la regla y les daba apuro preguntar a según quién. Yo siempre tenía compresas y confianza a mano para ellas. Tampoco le faltó un bocadillo a nadie. Aunque no tuvieran dinero, yo les daba un bocadillo y una botella de agua. No sé si me los llegaron a pagar todos, seguro que sí, pero me da igual: para mí era peor que pasaran hambre, que no me pagaran. No me vendría de algún bocadillo. Ya os he contado que, cuando era pequeña, venía mucha gente a ‘captar’ y mi padre me enseñó que, si tienes, debes compartir.