Cati Planells rodeada de instrumentos musicales. | Toni Planells

Cati Planells (Sant Miquel, 1964) creció en Can Planes, en el seno de la casa del gran folklorista Toni Planes, que ayudó a rescatar costumbres y tradiciones al borde de la extinción. Cati también ha estado al frente del bar y estanco Can Xicu, un lugar fundamental en Sant Miquel desde hace más de un siglo.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en Sant Miquel, en Can Planes, la casa de mi padre, Toni. Por parte de mi madre, Maria, soy de Can Xicu de sa Torre, que es donde tenemos el estanco. Al lado de la iglesia de Sant Miquel. En casa vivíamos mis tres hermanas, María, Marga y Tita, mis abuelos de Can Planes, Toni y María (de Can Pardal), y mi tío, Miquel.

— ¿A qué se dedicaban en su casa?
— Mi madre, bastante tenía en una casa con tanta gente. Aún así, también hacía sus cositas como vender cosmética. También trabajaba en un souvenir que teníamos en Sant Miquel ya en los años 60. Mi padre, cuando era joven trabajaba en el campo, pero donde estuvo trabajando desde antes de que yo naciera y hasta que se jubiló fue, como dice él, «en el campo de aviación» (ríe). En el aeropuerto, vamos, donde se dedicaba al abastecimiento de combustible a los aviones con Campsa. Sin embargo, su gran pasión y por lo que más se le reconoce es el ‘ball pages’. Es lo que más alegrías le ha dado en la vida y lo que le dio la oportunidad de viajar mucho. Viajar es algo que te abre la mente y yo creo que este es un factor por el que mi padre siempre ha sido una persona con un respeto y una visión más liberal que la de los hombres de su época. Siempre nos ha transmitido mucho cariño y, desde pequeñas, siempre nos ha dicho que nos quiere. Normalmente, los hombres de campo, no solían mostrar sus sentimientos de esta manera. A día de hoy mantiene su cariño y su sentido del humor. Toda una lección de vida: es muy fácil estar bien con los demás cuando estás bien, pero cuando las cosas van un poco torcidas, con poca movilidad cuando has sido un gran ‘ballador’, mantener el humor y el cariño de esta manera es de agradecer.

— Su padre, ¿siempre hizo ball pages?
— Por lo que tengo entendido, a los ocho o nueve años ya iba a aprender a ‘sonar’ la ‘flaüta’ a casa de alguien casi en secreto. Eran unos tiempos en los que ni se bailaba si se sonaba mucho. Muchas casas pasaban el duelo con años sin ‘sonar’, también era la época de la postguerra (mi padre nació en 1930) y supongo que también tendría que ver. La cuestión es que el folklore se estaba perdiendo y él, desde pequeño, tuvo la sensibilidad de tratar de mantenerlo. Mi prima, Marga Torres Planells escribió un libro en el que lo explica mejor que yo, ‘Toni d’en Planes, ballador i sonador’, es una pena que no lo hayan reeditado porque ya quedan poquitos. La cuestión es que es una persona muy reconocida porque fue uno de los primeros impulsores, junto a Toni ‘Petit’ o ‘Mussenyers’ de Sant Antoni, del folklore ibicenco en un momento en el que estaba a punto de desaparecer. A día de hoy está muy orgulloso cuando ve la cantidad de calles que hay en la isla, incluso hay pueblos en las que hay varias, y es que, después de la de Sant Josep, la suya fue la segunda ‘colla’ que se fundó en Ibiza. Al principio, se ve que no fue fácil. Había mucho complejo a la hora de valorar lo nuestro. En los primeros viajes que hizo mi padre, me contaba que le llegaban a decir: «¿Qué os vais?, a hacer el ridículo por el mundo». Parecía que nos debieran avergonzar nuestros bailes, nuestros vestidos, nuestra cultura… Cuando volvían, lo hacían con algún premio bajo el brazo. Hay que querer y respetar el folklore, pero también a la isla. Para eso habría que parar un poco el ritmo que llevamos, hay que poner freno.

— ¿Cómo fue crecer en la casa de un gran folclorista como su padre?
— La verdad es que, basta que tengas algo en casa, para que lo dejes una poco de lado. A medida que fui creciendo y conociendo nuestras raíces me fui dando cuenta de lo especial que es lo que tenemos aquí. Tengo que reconocer que, en este aspecto, fui un poco aprovechada en un momento dado. Tanto mis hermanas, María y Tita, comenzaron a bailar a los cinco años mientras yo no quería saber nada. Eso sí, cuando vi que se hacían unos viajes más que interesantes, me entró la cosa de aprender a bailar. Nunca fui tan Luana ‘balladora’ como mis hermanas, siempre se me notó que lo mío era más interesado que pasional (ríe). Lo que no puedo evitar es emocionarme cada vez que oigo repicar unas ‘castanyoles’. En casa nunca hubo una celebración en la que mi padre no sacara sus instrumentos y venga tocar, y venga cantar ‘Anarem a Sant Miquel’, ‘Bona nit blanca roseta’… No solo en casa, allí donde íbamos, mi padre cogía siempre los instrumentos y la armábamos, igual que hacen los gitanos.

— ¿Dónde estudió?
— En la escuela de Sant Miquel, que era unitaria: tenían a todos los cursos juntos en la misma clase. Separados por sexos, eso sí. Cuando llegué a 7º de EGB fue cuando inauguraron la Escuela de Sant Joan y acabé allí la enseñanza básica. Al instituto, empecé a ir a Santa María, que era un verdadero desmadre. Estaba saturadísimo, incluso se llegaba a dar clases en el gimnasio. En segundo de BUP ya inauguraron Blancadona, así que acabé inaugurando dos centros educativos. Llegué hasta COU, pero me enamoré de Policromio y me quedé aquí trabajando.

— ¿Cuándo empezó a trabajar?
— Desde pequeña ya echábamos una mano siempre en el souvenir de la familia. Mi primer trabajo fuera de casa fue en un puesto de cambio de moneda en Es Canar, después en una tienda de la Calle de la Virgen, pero el trabajo en el que más tiempo estuve fue en Aldeasa, lo que entonces era el Duty Free del aeropuerto. Allí estuve trabajando durante 24 temporadas. Trabajaba seis meses y, después, me pasaba tres o cuatro meses viajando, principalmente a la India.

— ¿Por qué la India?
— Fue un país que nos enamoró y nos atrapó desde el principio. También es verdad que, para viajar tres o cuatro meses, es un país económico. Pero lo que nos enamoró es que es un país muy distinto, te rompe los prejuicios y los esquemas que llevas desde occidente y te hace pensar. También me sentía muy identificada en los pueblecitos con sus costumbres ancestrales que me recordaban a las nuestras. Viajábamos, sobre todo, al sur. No me interesaba encontrarme con media Ibiza en Goa. Prefería Tamil Nabu, donde hicimos buenos amigos. Teníamos un amigo, Ravi, que era escultor, de la casta de los ‘metal worker’ y nos llevó a una ceremonia a su pueblo, donde no conocían a los turistas. También eché una mano a un chico, Selva, para pagarle los estudios y tenemos contacto habitual.

— ¿Cuándo dejó de alternar su trabajo con sus viajes?
— Fue cuando mi tío Xicu, que había llevado el bar y estanco de la familia toda la vida, murió. Mi madre fue quien lo heredó y lo llevó durante cinco años. Era un trabajo que ya la sobrepasaba y ya había muchos ‘novios’ que pretendían quedárselo. Al principio, todas las hermanas mirábamos para otro lado, pero no podíamos permitir que viniera alguien de fuera y lo cambiara todo. Es un sitio muy importante para nosotras, es la casa de nuestros abuelos, de hecho, el bar lo abrió el padrino de mi abuelo y lo llevó antes que él. Esto era el centro neurálgico del pueblo, era bar, estanco y también donde llegaba el correo. Mi abuelo, Xicu, ayudaba a escribir las cartas a quienes habían emigrado a Argentina o a Cuba. Solo quedaron las mujeres en el pueblo que, claro, no sabían ni leer ni escribir. Son muchas historias, muchas generaciones y un lugar con mucho arraigo para nosotras, así que decidí quedármelo yo en 2007. Lo estuve llevando hasta 2017, cuando se lo traspasé a mi hermana, Tita. Hace cinco años que me dedico a cuidar de mis padres y de mí misma. Estoy muy agradecida de poder dedicarme a ellos y hacer una vida tranquilita.