Sor Francisca ha pasado más 30 años de misión en Perú. | Toni Planells

Sor Francisca (Vila, 1940) creció en una familia humilde de la Ibiza de la postguerra. Su vocación religiosa la llevó a ser una hermana de la Caridad de San Vicente de Paul y a pasar buena parte de su vida, 34 años, ayudando a familias humildes en Perú.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en casa, en Vila: Can Lileta le llamaban. Estaba al lado de la iglesia de Sant Elm, cerca de la barbería de Can Mariano, la Fonda Formentera y el edificio de Obras Públicas. Mi padre, Xicu ‘Coves’, era de Jesús, de la parte de Cap Martinet, y mi madre, Catalina de Can Blai, era de Formentera, de La Mola. Margarita, la hermana melliza de mi hermano mayor, Joan, murió al poco tiempo de nacer. Yo soy la siguiente y después nacieron mis hermanas pequeñas, Pepita e Isabel.

— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— Mi padre era pescador. Siempre nos contaba que, aunque él era de cerca de Cap Martinet, las tierras de alllí estaban muy llenas de rocas y piedras y eran muy difíciles de trabajar. Entre eso y que eran muchos hermanos, decidió irse a trabajar fuera, a recorrer mundo, antes de volver a Ibiza, casarse con mi madre y trabajar como pescador en las barcas de Puig. También se ocupaba de un trocito de ‘feixa’ en el que cultivaba de todo y tenía animales. Mi madre, a quién llamaban ‘Sa Formenterera cosía y hacía ‘espardenyes’.

— ¿Qué recuerdos guarda de la Ibiza de su niñez?
— Muchos. Por las mañanas íbamos a buscar el pescado al mismo puerto, después íbamos a la ‘feixa’ y nos tomábamos un buen vaso de leche antes de ir al colegio, a Sa Graduada, que la habilitaron para dar clases tras la Guerra. Los niños de la época jugábamos mucho entre las muchas ruinas que dejaron los bombardeos de los aviones en La Marina. Había una al lado del edificio de Obras públicas, otra en Cas Coc, al lado de Cana Angeleta, otra más, aparte de otras más que había un poco más lejos. Jugábamos entre las ruinas y entre las obras de Sant Elm al escondite, por ejemplo, aunque los adultos nos reñían continuamente por el peligro de que se nos cayera alguna piedra encima. También recuerdo al carabinero en la caseta del ‘consumo’ el Puerto, que era el encargado de registrar los equipajes de quienes llegaban en los barcos de Alicante Mallorca, el Pedro, por ejemplo. Se intentaba pasar de todo, azúcar, harina, tabaco o cualquier cosa. Si te lo pillaba te hacía pagar. Pero ya, desde niños, veníamos como, se hacía mucho estraperlo con, por ejemplo, el tabaco que mandaban los que habían emigrado a Cuba. En esa época, cuando las cosas se estabilizaron un poco, obligaron a todo el mundo a pintar de blanco las fachadas de las casas, por eso de la ‘Isla Blanca’. Mi padre tenía una casita alquilada en Sa Penya, que era de otro color y le acabaron multando por no cumplir. Mi madre se enfadó muchísimo, y es que estaba justo en el acantilado y mi padre casi se cae mientras la ‘enblanquinaba’.

— ¿Recuerda los años del hambre en Ibiza?
— En casa nunca llegamos a pasar hambre. Mis padres se ocuparon siempre de que no nos faltara de nada. Eran tiempos en los que no se tiraba nada, y mi madre siempre procuró que no nos faltara un plato de comida y de que pudiéramos ir al colegio. Aunque yo tuve que dejarlo un poco antes de terminar, aunque me acabé examinando por mi cuenta para sacarme el certificado de estudios. Lo tuve que dejar porque mi madre se puso enferma y tuve que echarle una mano cosiendo y haciendo lo que hiciera falta. En casa, mi hermano ya había sido monaguillo y había ido al Seminario, aunque acabó yéndose a trabajar a Barcelona como camarero. De mí, siempre decía la gente que acabaría siendo monja, aunque en casa no gustaba mucho esa idea. Mucho menos de clausura. Pero cuando estuvieron viniendo las monjas a casa, cuando mi madre estuvo enferma, ese tipo de religiosas nos gustaron más. Sin embargo, a mi madre seguía sin gustarle la idea de que yo tomara ese camino, aunque a mí, era lo que me llamaba.

— ¿En qué momento le dijo a su madre que iba a hacerse monja?
— Cuando tenía 16 años. A mi madre le hacía mucha ilusión hacerme un regalo, una joya o una pulsera, pero me dijo que el dinero no le bastaba. Así que me ofreció comprarme un reloj. Yo le ofrecí cambiar el reloj por su permiso para hacerme monja. Pero me dijo que no y me acabó regalando el reloj. Así que tuve que esperar a ser mayor de edad. Mientras tanto, estuve trabajando para la casa de Joan Nadal, que era notario, y su esposa, Leonor Aguirre, cuidando a sus niños. Después fui a Mallorca, con mi hermana Pepita, para cuidar de otra casa de un notario. Allí estuve un par de años, hasta que vino mi madre a por mí y me puse a trabajar en la casa del Metge Coll, en Vara de Rey. Mi hermana también volvió y se hizo peluquera con Vicenteta Planells, de Can Bassetes. Estuve hasta que fui mayor de edad, a los 21 años, cuando me compré el pasaje para irme a Mallorca. Necesité que mis padres me firmaran la autorización, eso sí. Así que entré a hacer el noviciado y en seis meses ya me puse parte del hábito. Un año y medio después hice mis votos de pobreza, obediencia y celibato, y vine a Ibiza unos días a saludar a mi gente ya desde mi Profesión Religiosa. También estudié para ser profesora infantil. Así pasé ser una hermana de la caridad de la congregación de San Vicente de Paul

— ¿Dónde ejerció su vocación?
— Para los que somos de Ibiza, el mundo está dividido en dos partes: Ibiza y fuera de Ibiza. Cuando no estamos en una parte, estamos en la otra. Que es donde he ejercido toda mi vida. Los primeros tres años estuve destinada en Benissalem como profesora de infantil durante tres años. Pasados estos tres primeros años, en el 66, hice los votos perpetuos en Ibiza con el Obispo Planas. Entonces volví a Binisalem para marcharme dos años a Roma. Luego estuve en Manacor como profesora hasta 1984, que me fui a Perú, donde estuve hasta 2018, 34 años.

— ¿Qué hacía en Perú?
— Lo mismo. Como tenía el título convalidado, daba clases de primaria a las niñas en el colegio de la Caridad y en el colegio parroquial a los niños. Pero no solo ejercía como maestra, también atendíamos a la población. Íbamos a las casas y nos encargábamos del dispensario a domicilio. Visitábamos los hogares y llamábamos a los médicos en caso de ser necesario. También les repartíamos la ropa que nos enviaban, en realidad, para que la apreciaran, se la cobrábamos a un precio simbólico. Recuerdo que los niños venían descalzos para no estropear sus zapatitos, que se ponían antes de entrar a la clase. Estábamos en Manchay, un poblado rural que está en Pachacamac, cerca de Lima, en la región de Lurín. Fueron muchos años y muchas generaciones. Recuerdo que, en pleno invierno de allí (un 26 de julio), nació una niña a media noche a la que siempre llamaron ‘la niña de la madre Francisca’. A la pobrecita la daban por muerta, la tenían envuelta en papeles de periódico lista para enterrarla. Menos mal que la vi a tiempo y la pudimos ‘reflotar’. No respondía. Más tarde, la tuve también en el colegio. Por desgracia, cuando ya era mayor, tuvo un accidente y también tuve que enterrarla.

— ¿Se sentía segura?
— No te creas que era un lugar seguro del todo. Había bastante terrorismo, la los terroristas les llamaban los ‘terrucos’, y de seis de la tarde a seis de la mañana había toque de queda. Con la excusa del terrorismo, el ejército les ponía una mano a los chavales para ir a combatirlo. Yo siempre procuraba ir acompañada de un hombre por si había algún tipo de problema, eso sí, nos respetaban mucho.