Dolors Guasch. | Toni Planells

Dolors Guasch (Sa Carrossa, Dalt Vila 1935) todavía conserva recuerdos de la Guerra durante su infancia. También mantiene los recuerdos de la Dalt Vila de otros tiempos. De otros tiempos en los que ser mujer y tener que llevar a una familia adelante, era un reto que Dolors supo superar con creces.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en Sa Carrossa (entonces se llamaba avenida general Franco), en Dalt Vila. Soy la mayor de las tres hermanas que éramos, Paquita y Araceli, con quién me llevo 13 años. Mi padre era Toni d’es curandero, era curandero y hacía curas con hierbas y se dedicaba a herrar caballos. La cuadra estaba al lado del Club Náutico. Allí tenía un espacio bastante grande donde la gente dejaba los caballos. Mi madre, Francisca, se dedicaba a la casa.

— ¿Qué recuerdos guarda de su infancia en Sa Carrossa?
— Viví allí hasta que me casé, a los 27 años, así que tengo muchos. Era un barrio de vecinos que éramos como una familia. Había un grupo de siete u ocho niñas, que éramos las amigas que jugábamos siempre Juntas. Estaba Nieves Hermita, Pepita d’es Boader, María sa rubia, que tenían una serrería, Isabel y alguna más. Vito, Ramon y Alberto eran algunos de los chicos que también jugaban por el barrio. Te podría decir, casa por casa, quién vivía en cada una de las casas. Jugábamos a las canicas, al pontón (escondite), a la cuerda, íbamos a comprar pan a Can Marrota o a Can Alejandro Racó a la plaza de Vila…

— ¿Tiene recuerdos de los tiempos de la Guerra?
— Era muy pequeña, pero me acuerdo, por ejemplo, de cuándo venían los aviones. Antes de que se escucharan, ya ponían una bandera en la muralla para avisar a la gente. En cuanto mi madre la veía, nos cogía a todas las hermanas y nos llevaba corriendo al refugio que había al lado del Ayuntamiento viejo. Allí esperábamos hasta que pasaban los aviones. Si nos pillaba comiendo, como salíamos corriendo, a la vuelta, ya no había nada de la comida que dejamos en la mesa. Los animales se lo habían comido todo. Eran tiempos de hambre y, si las personas la pasaban, imagínate los animales.

— ¿Iba al colegio?
— Sí. Hice párvulos con Doña Carmen, antes de ir con Doña Emilia Noé y, después, dos años de instituto en Dalt Vila. Estaba en la Plaza del Ayuntamiento. También estuve yendo un par de años a Artes y Oficios, donde hacía Dibujo con Ignacio Agudo Clará y con Pepita Serra, Bordado. Más o menos, era buena dibujante, no quiero tirarme flores, pero es que tenía compañeros mucho mejores que yo. Como Adrián Rosa, por ejemplo. Creo que solo quedamos nosotros dos de esa clase.

— ¿Le tocaba trabajar?
— Yo era la mayor, así que ya te puedes imaginar que sí. Cada lunes tenía que tender la colada que había hecho mi madre y me tocaba limpiar los platos la mitad de las veces. Me llevo 13 años con mi hermana pequeña e incluso me tocaba cuidarla. En esa época ya tenía novio y hasta tenía que ir, con mi hermana en brazos, a pasear con él por el muelle. ‘festejant’ con la niña ‘a coll’. (ríe)

— ¿Le fue bien ese ‘festeig’?
— Sí (ríe), él era Joan Serra, de Can Formiga, y nos acabamos casando. Había sido seminarista, un chico serio, y gustó lo suficiente en casa (ríe). Él era abogado y trabajaba en el Registro de la Propiedad, cuando estaba al lado de la farmacia de Planas. Tuvimos a nuestros tres hijos: Joan Miquel y Héctor. Ahora tengo cinco nietos, María e Inés, que son de Joan, Ana, de Miquel, y Martin y Julia.

— ¿Usted trabajaba?
— No me quedó más remedio. Joan murió en el 73, con 38 años, y me quedé sola, con tres niños. Además, el primer año, ni siquiera me llegó ninguna pensión. Solo tenía 10.000 pesetas que había conseguido ahorrar y tres lobeznos en casa que no querían más que comer. Tenía una tía, Pepita (una solterona de las de antes) que decía que nos ayudaba. Lo que hacía era traerles un yogurt a los niños cada tarde y, de paso, quedarse a comer. Pensaba que nos íbamos a morir de hambre, tenía que aguantar hasta la noche para llorar sin que los niños no pudieran verme. Así que me arremangué y me puse a hacer camisas. Sabía coser, aprendí con María y Catalineta, ’Ses Cardonetes’, que, aparte de Sa Mestre Cala, se consideraban las mejores de la isla. Por cada camisa sacaba cinco pesetas, pero eso no era suficiente, así que, cuando los niños fueron creciendo y con la ayuda de mi hermana Araceli que les cuidaba, fui cogiendo a gente para que me echara una mano. Primero a Francisca, luego a otra más y, así, poco a poco, llegué a tener hasta 26 trabajadoras.

— Puede decirse que triunfó
— Me fue bien, sí. Gracias a la ayuda de Alicia, de Can Escandellet, a quien nunca estaré suficientemente agradecida. Cuando empecé, me dejaba llevar la tela y pagársela poco a poco. Esto no lo olvidaré nunca. No sé si hubiera podido salir adelante sin su ayuda. Trabajé con la Moda Ad Lib, sobre todo con el alemán de la tienda Abrachas. Llegué a ganar algún premio durante esos años. También pude ganar dinero suficiente como para comprarme un 600 y un apartamento en la Cala de Sant Vicent, donde veraneábamos con Joan cada año. Trabajaba mucho, eso sí. Cortaba todas las telas para que las trabajadoras solo tuvieran que coser. Cargaba a los niños en el coche con un bocadillo y me iba a recorrer las casas para llevarles la tela. A la hora de entregar las prendas venían ellas a casa, así podía revisar el trabajo.

— El hecho de ser mujer, ¿le supuso un problema añadido cuando enviudó?
— En esos tiempos, quienes se enfrentaban a los negocios y a aportar dinero a la casa eran los hombres. Fue complicado, sí. Lo pasé mal. Yo sabía coser, pero nunca me había planteado tener que vivir de ello. Yo estaba en casa, cuidando de los niños y, quién traía el dinero a casa era mi marido. Las mujeres que tenían que trabajar en esa época, no tenían más donde elegir que coser o limpiar. Aparte de la fábrica de calcetines de Can Ventosa, pero esa era más antigua.

— ¿Hasta cuándo se dedicó a la costura?
— Hasta hace unos cuarenta años. Entonces, con la pareja que tenía entonces, monté Art i Marcs. Como no sabía hacer otra cosa que marcos, se le ocurrió montar una marquetería. Yo no lo tenía claro, no sabía nada de marcos, pero el primer día ya tuvimos a los primeros clientes. El local lo compré yo, donde antes había estado el Cine Católico. Donde había ido tantas veces con mi hermana, que siempre me hacía llegar tarde, a ver películas de dibujos. Lo pude pagar gracias a la ayuda de Don Bartolomé, que era quien se encargó de vendérmelo y de me cobraba las cuotas. Cuando me separé, me lo quedé yo y ahora la lleva mi hijo Joan con la ayuda de mi nieta, María.