‘‘Peter Love’, como le llaman los amigos, este viernes en vila. | Toni Planells

Pedro Antonio Amor (Vila, 1957) vivió su primera juventud marcado por su condición de zurdo y por su condición de huérfano de militar. Tras superar los intentos de adiestramiento en una educación muy distinta, pasó por un colegio para huérfanos de su condición antes de volver a la Ibiza de los 70 para acabar dedicando prácticamente toda su vida profesional a la correduría de comercio.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en Vila, en Ses Protegides, el Grupo Santa Margarita, tal como se llamaban. Yo era el pequeño de tres hermanos. Mis hermanas eran Juana y Margarita, como las abuelas. En esa época era costumbre en Ibiza poner los nombres de los abuelos a los hijos. El primer varón solía llamarse igual que el abuelo paterno Toni, mi segundo nombre es de mi abuelo materno). En mi caso, yo me debería haber llamado Pantaleón. A mi padre, no le pareció necesario seguir esta costumbre ibicenca y evitó ponerme ese nombre «tan raro y tan feo para un niño». La verdad es que, en el fondo, ahora no me hubiera importado, es un nombre curioso, pero estoy seguro de que hubiera sido una infancia dura con ese nombre. Bastante tuve que tragarme con lo de llamarme Amor. Al final, los colegas acabaron llamándome ‘Peter Love’ (ríe).

— ¿De dónde eran sus padres?
— Mi padre, Pedro, era de Cuenca, de un pueblo que se llama la Peraleja, en Huete, y era militar. Lo destinaron a Ibiza después de la Guerra y aquí encontró a mi madre, Margarita, o mi madre le encontró a él, no lo sé. Mi madre era de Can Butín, aunque su madre era de cas Ramon, de Sant Antoni. La cuestión es que mi padre murió cuando yo solo tenía cuatro años. Entonces mi madre se las tuvo que espabilar para salir adelante con tres criaturas. Se arremangó y se puso a trabajar. Al principio cosía por comisión, ella, antes de casarse, ya había cosido en Can Llembies, haciendo sábanas y demás con mi tía. Al final, acabó montando su propia mercería en la calle Castilla, la Mercería Amor, y vivimos de eso, aparte de la paguita por ser viuda de militar.

— ¿Se crio usted en Ses Protegides y estudió y creció en Vila?
— No exactamente. Nací allí y jugué siempre por allí. Con la muerte de mis padres, a los cuatro años, me llevaron a las monjas de la Consolación, después, como todo el mundo, pasé a Sa Graduada. En aquella época, Doña Maruja y Doña Antonieta me lo hicieron pasar bastante mal por el hecho de ser zurdo. Ahora nadie se plantea que ser zurdo sea un problema, pero en esa época era algo a corregir, como una especie de estigma. He llegado a la conclusión de que habría alguna connotación política en la que relacionaban el hecho de ser zurdo con el de ser ‘rojo’.

— ¿Soportó ese adiestramiento (en el sentido más estricto) durante toda su educación?
— No. A los siete años me fui a un colegio para huérfanos de militares. A mí me tocó en uno de Murcia, el San Antonio. Visto ahora, no estuvo tan mal, pero, en el momento, tal vez sí que fue un poco traumático pasar de estar en casa, desayunando tranquilamente antes de ir a clase, a esa especie de régimen militar. No es que fuera estrictamente militar, ni siquiera era religioso. Eso sí, había que turnarse, día sí, día no, con los grupos de pequeños para ir a misa. Pero eso sucedía en todos los lugares, como los ejercicios espirituales una vez al año. En cuanto a que fuera zurdo o diestro, ya nadie le volvió a dar importancia.

— ¿Hasta cuándo estuvo interno en Murcia?
— Hasta el verano del 71, cuando vine de vacaciones y conocí a un grupo de amigos que todavía conservo: Tur Mena, Riusech, Paco Costa, Sergio de la Torre… Nos conocimos yendo juntos a un viaje a Santiago de Compostela con la OJE y nos lo pasamos tan bien, tanto en el viaje como por Ibiza a la vuelta, que le dije a mi madre que no quería volver al internado ni atado. Pese a las presiones del comandante a mi madre, no llegaron a convencerme y acabé los dos cursos que me quedaban de Bachillerato (hasta sexto) en tres años. Es que, comparado con el internado, esto era jauja.

— ¿Qué hizo al acabar el bachillerato?
— Empezar a trabajar, como administrativo, en la fábrica de lejía Maripol, que estaba en la Plaza del Parque y era de los Marí, una gente excelente. Lo dejé tres años más tarde, cuando me tocó hacer la mili. Como huérfano de militar, siempre había alguna ventaja y la hice en el Patronato de Huérfanos. Entraba a las nueve, con el teniente-coronel y a las 10 ya estaba fuera trabajando. Me había salido un trabajo como dependiente de primera de corredor de comercio en el que estuve trabajando hasta que me jubilé el año pasado. Es un trabajo del que no te puedo hablar mucho porque hay secreto profesional. Puedo contar que me gustaba mucho y que la disfruté. Vendría a ser la labor de un notario, pero con temas civiles. Un puesto que hace unos 20 años se unificó y ahora solo pueden ejercer los notarios.

— Viendo desde primera línea las concesiones de créditos, también ha visto la evolución de la economía durante muchos años.
— Se han vivido varias crisis, sí. El 92 fue muy malo, por ejemplo, igual que el 2008. La cuestión es que una vez escuché a un mallorquín, en plena crisis del 2008, diciendo que «’Erbissa’ tiene una cosa muy especial, siempre se reinventa», y estoy muy de acuerdo. Ibiza se sabe reinventar, desde los hippies, de los que seguimos sacando provecho, la marcha de Ibiza incomparable con ninguna del mundo, hasta día de hoy con los hoteles de lujo. Siendo más caro, la gente prefiere una semana en Ibiza que un mes en Benidorm.

— ¿Cultiva alguna afición en su jubilación?
— Sí, formo parte del grupo de socios eméritos de la cafetería Gran Vía (ríe). Allí nos juntamos un grupo de amigos de los que algunos van en bicicleta y otros vamos de vehículo de apoyo en viajes que organizamos. Siempre he sido el que la lía en los grupos y nos lo pasamos pipa. En uno de esos viajes empezamos a reír al zarpar y no paramos hasta volver a Ibiza. Además, nos encontramos con Stoichkov en un hotel, todavía nos cachondeamos de cómo algunos se callaron que eran del Madrid para poder estar ese rato charlando con él (ríe). También me gusta mucho el fútbol. Voy a los partidos del C.D y también de la U.D., mira (enseña una foto con Gordillo en su movil), esta la hice el otro día, a él no le dije que soy del Barça (ríe). Aun siendo culé, siempre llevo esto encima (saca un llavero con el escudo del Córdoba). La razón es que, cuando era pequeño, que no había equiparaciones de equipos que comprar como ahora, mi padre, que era del Valencia y socio fundador de la S.D. Ibiza, me regaló una equipación del Córdoba y siempre le he guardado simpatía.

— ¿Formó una familia?
— Sí, tengo a mis hijos, Ana y Pedro, con mi esposa, Conchi. A Conchi la conocí estando ella de vacaciones en Ibiza. En esa época había un bar, que se llamaba ‘La Bodega’, que era nuestro whatsapp. Allí dejabas el mensaje a quien quisieras y, antes o después, sabías que le llegaba. Yo había quedado con un amigo allí para acompañarle a vender un barco a Portinatx. Por el camino nos encontramos al grupo de amigas de Conchi haciendo autoestop, las convencimos para llevarlas y traerlas después de vuelta a Vila. Luego les dejé mi R5 GTL para que fueran a cambiarse a su hotel de Sant Antoni (alucinaron) para salir por la noche después. Esa noche pasó lo que pasó, nos casamos un año y medio después y así seguimos 42 años después.