Lali Torres en la entrada de su casa. | Toni Planells

Lali Torres (Dalt Vila, 1955) ha dedicado su vida a su vocación, la enfermería. La mayor parte de su vida profesional, más de tres décadas, ha transcurrido en los quirófanos de Can Misses, de donde guarda un gran recuerdo.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en una casa muy pequeñita de Dalt Vila. En esos tiempos se nacía en casa y se ve que mi padre, Pepe, ‘Fèlix’, intuía que el parto no iba a ir muy bien y llamó al médico Villangómez. Tuvo que usar unos fórceps para ayudarme a nacer. Fui hija única.

— No era habitual que una familia tuviera solo un hijo en esa época.
— Lo que pasa es que mis padres se acabaron casando muy tarde, cuando tenían 30 años y tardaron cinco años en tenerme. Mi madre, Pepa, trabajaba en la fábrica de calcetines de Can Ventosa desde que era muy pequeña. Su familia era de Corona, de Can Anfos, pero vivían en Vila. Por delante de la fábrica de Can Ventosa pasaba siempre mi padre (sus hermanas también trabajaban allí) y al final se acabaron ‘ennoviando’. Lo que pasa es que fue un noviazgo muy largo por culpa de La Guerra. A mi padre lo pillaron de soldado e iba y venía de Ibiza cada vez que le destinaban a algún lugar. Por eso se casaron tan tarde.

— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— Él fue electricista toda la vida. Al principio trabajaba en la central que había en Vila hasta que fue a la central de Gesa. Hacía muchas horas para poder darnos una calidad de vida. Mi madreestuvo como modista de las monjas de la Consolación durante muchos años también.

— ¿Vivieron siempre en Dalt Vila?
— No, solo hasta que tuve unos tres años. Entonces nos fuimos a vivir a una de las casas de la Fábrica de la luz. Más adelante, cuando tenía unos 12 o 13 años, y con mucho esfuerzo, se hicieron una casa en Can Escandell, cuando todo esto no eran más que unos cuantos huertos.

— ¿A qué colegio fue?
— Fui siempre a las monjas de la Consolación. Recuerdo que cuando no tendría más de tres años me escapé del colegio y me fui a casa. No es que fuera la más traviesa de la clase, pero siempre estábamos haciendo alguna. Cuando ya éramos más mayorcitas, nos volvimos a escapar para ir a ver a Serrat, que estaba rodando una película en el puerto (’La larga agonía de los peces fuera del agua’).

— Los castigos de las monjas, ¿eran muy duros?
— No te creas. Nos ponían de rodillas cara a la pared y poco más. No te creas que eran demasiado estrictas ni que nos impusieran el catolicismo de manera exagerada. Venían algunos profesores de fuera que nos daban una visión un poco más abierta. Uno de ellos era Francesc Secai, que venía de Barcelona y nos enseñaba Filosofía y Griego. Era un poco hippie, con sus barbas y todo. No es que fuera buena estudiante, pero este profesor me dio una nueva visión de la vida.

— ¿Vivió la época hippie de alguna manera?
— Sí, claro. Viví el final de los 60 y los principios de los 70. De repente llegó gente muy distinta a la que habíamos estado viendo toda la vida. Entonces, nos dimos cuenta de que el mundo estaba cambiando. También descubrí en esa época música distinta, como ‘San Francisco’ de Scott McKenzie. Esa época fue toda una apertura a cosas nuevas que no conocíamos. Hasta que fuimos un poco más mayores, no nos dejaron ir a las pocas discotecas que había, el Portal Nou y el Mar Blau, básicamente.

— ¿Qué hizo al terminar en las monjas de la Consolación?
— Darme cuenta de que era una privilegiada y del esfuerzo que hicieron mis padres por mí. Porque al terminar el colegio me preguntaron qué quería hacer. A mí me seducía la idea de ser enfermera, ha sido la vocación de mi vida, y enseguida me buscaron sitio en la Escuela de Enfermería de Son Dureta, una de las mejores. Allí estuve interna durante tres años para convertirme en enfermera. Recuerdo que, acostumbrada al colegio de las monjas, el día que fuimos mis padres y yo a hablar con la directora, le pregunté que qué día era la misa de inauguración (ríe). Esa mujer me miró con una cara de «esta está a medio cocer», y seguro que lo estaba (ríe).

— Estando interna tres años, seguro que recordará alguna anécdota en Palma.
— Recuerdo que, como novatada, vestíamos un esqueleto de enfermera (ríe), y tonterías así. Había bastante compañerismo, de hecho, tenemos un grupo de whatssap e hicimos una cena de 50 aniversario de la promoción. Solo éramos dos de Ibiza, Neus Torres y yo, y otra chica de Menorca.

— Al terminar, ¿empezó a trabajar en Ibiza?
— Así es. En el antiguo ambulatorio. Recuerdo que las condiciones de trabajo eran muy precarias pero que, a la vez, el personal trabajaba con mucha ilusión. Al principio estuve en pediatría unos años y, después, en laboratorio. Allí éramos cuatro gatos, trabajábamos con la música a tope con una radio que teníamos y no teníamos ningún problema a la hora de hacer las horas que hicieran falta. Fueron unos años muy bonitos. En esa época, aunque soltera, fui madre con toda la ilusión del mundo de mi hijo Héctor, que junto a Rosa me ha dado a mi nieta Laia, que es maravillosa. Tuve la ayuda de mi madre hasta que estuve casada durante once años con Juanjo, que ejerció de padre.

— ¿Trabajó siempre en laboratorio?
— No. Al inaugurar el antiguo edificio de Can Misses, entré en quirófano. Es lo que más me gustó y estuve casi 40 años ejerciendo como enfermera de quirófano. Es un departamento bastante duro, pero gratificante. Allí viví una de las grandes catástrofes de Ibiza, cuando un autobús de jubilados tuvo un accidente. También viví, estando de guardia en el quirófano, el episodio de los apuñalamientos de Sant Antoni. En estos momentos de alarma es cuando de verdad se nota la complicidad y coordinación del personal de quirófano. Funcionamos como el engranaje de un reloj.

— ¿Sigue ejerciendo de enfermera?
— No, me jubilé hace unos años, por una lesión poco después de que abrieran el nuevo hospital. Reconozco que lo echo de menos, seré enfermera toda la vida.

— ¿A qué se dedica en su jubilación?
— A hacer manualidades, a coser, cuidar del jardín, pasar tiempo con mi nieta y a prender cosas nuevas. Mientras estemos vivos hay que seguir aprendiendo cosas.