Tini Morán sigue más activa que nunca después de su jubilación. | Toni Planells

Tini Morán (León, 1936) llegó a Ibiza hace casi siete décadas, tras haber crecido en su ciudad natal, León. Ciudad de la que fue testigo de su evolución durante un par de décadas de mediados del siglo XX, para pasar a dar testimonio de la de Ibiza hasta día de hoy. A sus más de 80 años, Tini sigue con una actividad frenética, colaborando en distintos grupos y asociaciones, pero, sobre todo, «con la maleta siempre en el pasillo, lista para viajar». Su mayor pasión.

— ¿De dónde es usted?
— Nací en León, soy cazurra de pura cepa. Con un pedigrí que se remonta a 1658. Así lo averiguó una sobrina mía que lo estuvo investigando. En esos tiempos se tenían muchos hijos, mi abuela materna tuvo ocho hijos y la paterna seis. Ya te puedes imaginar que tengo primos por toda la pedanía. En casa soy la de en medio del ‘sandwich’ (ríe), entre mi hermano mayor, Paco, y mi hermana pequeña, Pauli. En aquel tiempo siempre nos llamábamos con los diminutivos.

— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— Mi madre, Agustina, se dedicaba a sus valores. Lo que pasa es que murió muy joven, con 33 años, cuando yo tenía solo seis, y apenas tengo recuerdos de ella. Mi padre, Francisco, era mecánico, oficio que nos acabó trayendo a Ibiza. Como trabajaba en una empresa de caminos, fuentes y canales, les encargaron trabajar en la construcción del espigón de Sant Antoni y se trasladaron todos aquí. Él se encargaba de la mecánica de los camiones.

— ¿Vino a Ibiza con sus hijos?
— No, vino solo. Cuando se quedó viudo, los niños nos fuimos a vivir con los abuelos, Bernabé y Agustina, y él venía a visitarnos. Viví con ellos hasta que terminé el bachiller. Antes había ido al colegio de La Milagrosa y, después, al Instituto Juan del Encina. Vivíamos en pleno centro de León (en frente de dónde hoy está El Corte Inglés) e íbamos siempre caminando, tanto si llovía como si nevaba. Recuerdo que caminábamos por las rodadas de los coches para que la nieve no nos entrara por las botas. Llegabas con los dedos azules del frío y, al meter las manos en el radiador para calentarlas, no veas lo que dolían las uñas del frío que hacía. ¡He llagado a ir al colegio a 16 grados bajo cero!. Pero ya no hace tanto frío, el clima se ha suavizado un poco desde entonces, algunos dicen que es por que hicieron un pantano, pero será por el cambio climático. Quién sabe.

— ¿Pudo estudiar?
— Como no había universidad en León, había que ir a Valladolid, pero para una chica como yo, ir sola a la Universidad no era una opción. Así que, al terminar el bachiller, me fui una temporada a Tolousse, donde vivían unos familiares que estaban allí exiliados. Así pude conocer a una prima, Amapola, con la que me escribía sin conocernos.

— ¿Cómo fue su primera experiencia en un país extranjero?
— Había una diferencia espantosa. Una forma de vida totalmente diferente. Lo primero que hice al llegar fue cocinarles unos macarrones que no habían comido jamás (ríe). Me quedaba alucinada yendo a comprar al Monoprix (un supermercado francés), ¡había una escalera mecánica!. Además, la tía, cogía un carro enorme y, en vez de ir pidiendo medio kilo de esto y un kilo de aquello, ¡lo que hacía era llenar el carro de paquetes de cosas!. Era un supermercado, pero yo no había visto ninguno. También me chocó que, al ser yo católica y ellos de la CNT, teníamos una educación muy distinta. Una vez me vino mi primo pequeño con una estampa y me dijo, «mira: Franco», en realidad era una estampa de Jesucristo. Allí había muchos exiliados españoles y tenían hasta un periódico, no recuerdo el nombre, pero sí una viñeta que publicaron en aquel tiempo. Salía Franco, vestido de ama de cría y con unas tetas enormes, dando de mamar a un crío con una coronita mientras decía «¡chupa Juan Carlitos, chupa rey mío!» (ríe). Cuando volví a España, me pilló la Policía (tenía un visado de tres meses y estuve los que me dio la gana) y me hincharon a preguntas. Lo sabían todo de todos los que estaban allí exiliados, me preguntaron por cada uno ellos por sus nombres «¿qué hacía Daniela?», «¿qué hacía fulanito?»… Menos mal que vieron enseguida que era muy inocente y que no tenía ninguna maldad. Menos mal, también, que no me traje en la maleta los libros de Largo Caballero que querían que repartiera en España.

— ¿Fue entonces cuándo vino a Ibiza?
— Así es, en 1956, cuando tenía 20 años. Mi hermana pequeña ya había terminado el bachillerato y mi padre ya llevaba aquí nueve años, ya hablaba ibicenco, así que nos vinimos todos con él. Al principio, como ya hablaba francés, estuve un mes trabajando en una boutique. Mi padre me dijo que si era tonta, con todas mis amigas en la playa y pasándolo bien y yo, trabajando. Así que cuando terminó el mes, cobre, me gaste la paga en la misma boutique y me dediqué a pasármelo bien. Íbamos cada día a la playa del Arenal, ‘la playa de la pared’, la llamábamos, que estaba cerca de casa, encima de Ses Guitarres. También íbamos mucho a la bolera. Allí patinaba, había una pista de baile, música…

— Hablamos del verano del 56, ¿se ligaba mucho en la bolera?
— Yo me lo creía, pero no (ríe y se sonroja). Al final acabé ligando con un ‘palanquero de primera’ (ríe), ¡incluso llevaba una chapa que ponía ‘PP’ (las siglas de ‘palanquero de primera’, no del partido político). Estuvimos casados 40 años y tuvimos a nuestras cuatro hijas y nuestro hijo hasta que, ahora hace 21 años, murió.

— ¿A qué se dedicó?
— Me ocupé de la casa hasta que se casaron mis hijos. No quería quedarme en casa todo el día, así que monté una tienda, la mercería Atlanta, hasta que llegó mi jubilación, hace 21 años. Como tampoco quise quedarme sola en casa, así que me apunté a todos los grupos que encontré. Poco a poco me fui quitando de los que no me motivaban y, al final, estoy en el Coro de Santa Cruz, en el taller de lectura, en el de teatro, como secretaria del Hogar ibiza y como vocal en el Esplai de Can Ventosa.

— No para
— No, no me sobra ni un minuto. Ni en Ibiza. Mi hijo siempre dice que, en Ibiza, estoy solo de paso. Siempre tengo la maleta en el pasillo, y es que me encanta viajar. Cada año viajo tres o cuatro veces.

— ¿Qué viajes nos recomendaría?
— El mundo es precioso, podría recomendarte tantos: A Nueva York he ido tres veces, California me encantó, Escocia es preciosa pero hay que estudiar antes, el Cañón del Colorado me dejó con la boca abierta, Jerusalén me gustó las dos veces que fui, más como peregrina (con el obispo) que como turista. Sin embargo, ni París ni Petra me gustaron, se ve que ya vas cansado de verlo tanto en las fotos.