Pep Marí, de Can Marge, en el bar Centre de Sant Rafel. | Toni Planells

Pep Marí (Sant Rafel, 1960) ha pasado toda su vida en Sant Rafel, pueblo en el que nació y creció. Dedicado a la hostelería desde su juventud, también se ha dedicado al negocio del estanco familiar, que emprendió su padre, hasta día de hoy.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en Sant Rafel, en Can Portmany, aunque soy de Can Pep Marge. Soy el mayor de cuatro hermanos y mis padres, Pep de Can Marge y Maria de Forca, tenían una tienda en Can Portmany. Mi padre era carnicero y la tienda era la típica en la que se vende de todo, también era bar, tenía teléfono y, a partir de 1962, también fue estanco. Era el centro del pueblo

— ¿Cómo consiguió su padre el estanco?
— Antes era de Can Pilot, pero por lo que sea dejó de interesarles y pasó a Can Marge. Por aquel entonces, mi padre tuvo que pedir una carta de recomendación al cura del pueblo y a una persona de influencia para presentarla a Tabacalera Española. Le dijeron que sí y lo hemos mantenido hasta día de hoy.

— ¿Creció usted en la tienda de su familia?
— Allí estuve hasta que tuve seis años. La verdad es que conservo pocos recuerdos de esa época. Sí que sé que, para que no me escapara mientras mis padres trabajaban todo el día, me tenían atado. Y es que me atropellaron dos veces. Aunque, la verdad es que me acuerdo más de cuando nos trasladamos a lo que es nuestra casa, en lo que ahora es la calle Pintor Toni Marí Ribas Portmany. Siempre he vivido en Sant Rafel, nunca me he movido de aquí y creo que soy el único, al menos de mi generación. Soy rafaler absoluto..

— ¿Fue al colegio en Sant Rafel?
— Hasta los 10 años, sí. A partir de entonces empecé a ir al Seminario, mi generación fue la primera que fue allí al colegio sin tener vocación de sacerdote. También fue el primer curso en el que empezó a dar clases Don Domingo Moro, ¡menudo genio tenía! También teníamos a Murtera, a Pins, a Don Miquel Torres... Después inauguré el Castillo para hacer el módulo de mecánico en Formación Profesional, con Joan Botja como director.

— ¿Qué recuerdos guarda de su juventud en Sant Rafel?
— Lo típico de jugar con los demás niños del pueblo. Al empezar en el Semirario, es verdad que perdí un poco el contacto con los de más lejos, pero con los del pueblo no llegué a perderlo nunca. De hecho, desde que tuve unos 13 años, nos dedicamos a organizar las fiestas del pueblo. Eso fue gracias al cura del pueblo, el mítico Real, que antes había estado en Es Cubells y que, más tarde, se casó. La verdad es que las fiestas que organizábamos eran todo un éxito. Las organizamos hasta que tuve unos 20 años y hacíamos de todo: cine, deportes... Llegamos a apañárnoslas para conseguir fuegos artificiales de la Península, que trajimos medio de ‘extranjis’. Entonces logramos que, tras gastarnos más de 100.000 pesetas de entonces, el Ayuntamiento nos diera 25.000. En aquellos años en los que todavía estaba el franquismo, teníamos que ir a hablar con los concejales para convencerles de que nos apoyaran económicamente con las fiestas. Recuerdo que quién nos concedió ese dinero fue Paco d’Es Ferrer.

— ¿Se convirtió en mecánico?
— No. Tardé unos tres meses en darme cuenta de que no era mecánico. Así que me convertí en camarero. Ya había estado trabajando en el bar Cruce, ayudando a Juanito d’en Marge, en las bodas que se organizaban casi cada fin de semana. Más tarde, trabajé en el West End. Primero en el bar Colón, con Pep Gració y Juanito Pilot, durante cuatro temporadas. Después me fui a la mili y, al volver, empecé a trabajar en el Tropicana. Allí estuve durante 11 temporadas. El primer año trabajé soltero; el segundo ya me había casaso con María, a quién conocí en el Colón; el tercero había tenido a mi hija, Neus, y antes del cuarto año, ya tenía a mi hijo, Enric.

— ¿Cómo era el ambiente del West End de su juventud?
— Al principio había muy buen ambiente. La clientela era muy positiva. No había malos rollos. Todavía recuerdo el Hierbas Time de los suecos, que se ponían tan ciegos que acababan haciendo una conga enorme al grito de «hierbas time» por toda la calle. Los suecos eran los mejores clientes que tuvimos. La cosa cambió cuando llegaron las manadas hooligans. Al volver de la mili tenían toda la esquina tomada y los alemanes y los suecos desaparecieron.

— Al dejar el Tropicana, ¿dejó la hostelería nocturna definitivamente?
— No. Entonces monté un bar en Vila. El Keops, que lo tuve durante unos seis años. También había montado un supermercado en Sant Rafel, Can Cala. Siempre estuve amontonando, más que compaginando, trabajos. Cuando dejé el bar, mi padre me pasó el estanco, donde sigo trabajando desde entonces.

— El negocio del tabaco, ¿ha cambiado mucho?
— Sí. He podido vivir el momento máximo de ventas, cuando los ingleses se iban con una maleta llena de cartones de tabaco y les vendíamos tabaco a todas las tiendas, discotecas y souvenirs. Pero también he vivido el momento de las menores ventas, que es ahora. Con las normas de no poder vender en tiendas o supermercados, con no poder fumar en los bares y con las subidas de precios, han bajado mucho las ventas. Sobre todo de los puros. Entiendo que se tomen medidas sanitarias, pero, desde el Gobierno, debería haber algún tipo de compensación para quienes se ven afectados por ellas.

— ¿Ha cultivado alguna afición?
— Si ser político es una afición (ríe). Yo fui uno de los creadores de la Plataforma Antiautopistas y estoy muy orgulloso de ello. Por primera vez, las autoridades se dieron cuenta de que no podían hacer obra pública sin hablar con los propietarios. Si hubieran explicado lo que se iba a hacer, nunca hubiera existido el conflicto. Después entré en las listas de la candidatura de Laura Carrascosa, fui concejal y he estado en la oposición durante ocho años, los últimos tres como portavoz.