Miguel Torres regentó el restaurante Concord. | Toni Planells

Miguel Torres (Sant Mateu, 1933), a punto de cumplir 90 años y tras haber estado «trabajando como un animal toda la vida», goza de una salud y de una claridad envidiables. Tal como declara, «no me duele nada y no podría estar mejor de lo que estoy ahora mismo». En la clara memoria de Miguel caben recuerdos de tiempos de la Guerra Civil, de los años del hambre, así como de la evolución del Buenos Aires que vio crecer tras emigrar a América en los años 50. Sin embargo, en la ciudad de Vila, siempre se le recordará por las cuatro décadas en las que regentó el ya mítico restaurante Concord.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en Sant Mateu, en Es Portxo. Yo fui el del medio de los nueve hijos que tuvieron mis padres, Joan de ‘Sa Barda’ y Maria de ‘Ses Cases’. En aquella época las familias eran así de grandes.

— ¿Iba al colegio?
— Así es, pero solo hasta los 14 años. Entonces, al instituto no podía ir todo el mundo. Yo fui al colegio de Sant Mateu y, como en esa época hubo La Guerra, el profesor marchó al frente y fue el cura, Toni Costa, quién nos daba las clases, por la mañana a los pequeños y, por las tardes, a los mayores. Más adelante, tras La Guerra, vino otro maestro de Sant Miquel, Vicent ‘d’es Junqueret’.

— ¿Guarda algún recuerdo de algún acontecimiento durante La Guerra?
— La verdad es que no viví ningún desastre. Sí que oíamos lo que sucedía por Vila, como que habían bombardeado Sant Elm, pero en Sant Mateu tuvimos la suerte de estar más o menos tranquilos.

— ¿Y de los años del hambre?
— Gracias a Dios, nunca faltó comida en casa. Tuvimos la suerte de tener una finca y de poder procurarnos la comida que sembrábamos. Tampoco te creas que con grandes lujos, solo comíamos carne cuatro o cinco veces al año, y solo para celebrar las fiestas grandes, como Navidad. Hubo una época, durante tres o cuatro años, en la que, aunque tuvieras dinero, no podías comprar porque no había nada. Entonces se pagaba haciendo cambios y nosotros, al tener una prensa, teníamos la suerte de poder cambiar el aceite (que estaba muy valorado) por cualquier cosa. No había día en el que no pasara una docena de personas pidiendo casa por casa. Recuerdo que, al darles un poco de legumbre o de lo que sea, se iban bendiciéndonos hasta que se perdían por el camino.

— ¿Iban a Vila a menudo?
— No. Apenas un par de veces al año para comprar un pantalón o lo que necesitáramos. El día antes hacíamos el pan y preparábamos un ‘coc’ más pequeño y una buena tortilla de patata para comernos en Vila antes de volver a casa. Al sentarnos a comer, al lado de la cuadra de Guasch, recuerdo que una vez empezaron a acercarse los niños de Vila, uno tras otro, para pedirnos un trocito de bocadillo. Trocito a trocito, mi madre les repartió toda la comida que llevábamos. Con el hambre que teníamos nosotros, ¡no veas cómo les mirábamos!. Recuerdo perfectamente lo que nos dijo mi madre: «vamos a casa, que allí tenemos comida. Estos niños no han comido, por lo menos, desde ayer y no daremos un bocado mientras haya un niño pidiéndonos un trocito de comida». Era una Ibiza muy distinta a la de hoy en día. Una Ibiza en la que solo había dos o tres hoteles.

— Al acabar el colegio, con 14 años, ¿empezó a trabajar?
— Siempre ayudé en casa y continué haciéndolo hasta que me fui a hacer la mili, a los 20, en Infantería de Marina a Mallorca. Tuve la suerte de poder entrar porque en casa teníamos un llaüt y pude hacer como que llevaba más de tres meses ‘embarcado’. Tuve la suerte de que mi hermano, Toni, ya había estado haciendo la mili en Mallorca (él en la Marina) y conocía al almirante Montoya. De esta manera acabé haciendo la mili con él, a su servicio en su casa. Viví la mili como un verdadero privilegiado. Mi hermano, Vicent, más adelante, también estuvo con él.

— ¿Qué hizo al terminar el servicio militar?
— Entonces, la mili se hacía durante dos años y, al volver, estuve trabajando en la finca de casa, como siempre. Un año más tarde, con 23 años, emigré a Argentina. Piensa que, en aquellos años, poder irse tan lejos era una verdadera fiesta. Para poder pagar el pasaje necesitabas a alguien que ya estuviera allí, y yo tenía a mi hermano, Toni. Allí trabajé mucho, pero me fue muy bien económicamente. Empecé como lava cocos, después en hostelería y, a los cinco años de estar allí, ya abrí mi propio establecimiento. Nos juntamos cuatro ibicencos, Mariano de Santa Gertrudis, Joanet d’en ‘Pardal’, de Sant Llorenç, mi primo y yo, y montamos el restaurante San Gayetano en el barrio del Liniers, en Buenos Aires. Pude ver cómo crecía la capital, a lo largo de la vía del tren, por toda la provincia durante 23 años, y logré hacer toda una serie de contactos importantes y muy influyentes dentro del círculo de poder de la capital. Por ejemplo, un comisario general que me quería como a un hijo, un almirante que era el ‘mandamás’ del lugar y el presidente de la Cámara de Diputados, que me debía algún favor. Con estos tres padrinos, allí yo era casi ‘intocable’ (ríe).

— ¿Por qué decidió volver?
— En realidad yo no decidí volver. De hecho, yo no hubiera vuelto. Lo que pasa es que, durante tantos años, conocí a Nilda, con quien me casé. Vinimos a Ibiza para que conociera la isla y a mi familia y Nilda se quedó tan enamorada de Ibiza. Tanto que estuvo insistiéndome en que viniéramos aquí durante diez años hasta que accedí, en 1978. No tenía claro eso de volver a empezar de cero, tras tantos años construyendo un negocio en Argentina, pero ¡bendito en momento en el que accedí!. Más que por mí, por mis hijos, Adriana, Miguel y Mari, la pequeña, que ya nació en Ibiza)

— ¿A qué se dedicó al volver a Ibiza?
— A lo mío: la hostelería. Al principio estuve en el bar tritón, al lado de Sa Graduada. Lo llevaba ‘Pueta’, uno de Sant Carlos, y no acababa de funcionar y enseguida lo remontamos. Más adelante me vinieron a buscar para trabajar a medias en el restaurante de Sa Deportiva. Tampoco funcionaba muy bien y, en poco tiempo, pasamos de gastar seis barras de pan para todo el día, a gastar más de cien solo por la mañana. Para que te hagas una idea. Ganábamos muchísimo dinero, pero el trabajo era agotador y decidí que no podía morir por ganar dinero, así que decidí dejarlo. En aquellos años la Concord tenía muy mala fama y llevaba meses cerrado. El dueño, ‘Tià’, me ofreció llevarlo durante tres meses sin cargo para probar de arrancarlo. Al final estuve 42 años.

— Eso significa que lograron arrancarlo.
— Ya lo creo. Venía todo tipo de gente, desde unos alemanes que venían cada vez que aterrizaban en Ibiza, que no comían cada día, pero sí que se pasaban siempre, por lo menos para saludar, a Abel Matutes, que venía un par de veces cada semana. El Concord era más un centro social que un restaurante, no entraba nadie a comer que no pasara antes a saludar. Al cerrar, hace tres años, nos llegaron muchísimos mensajes de aprecio que nos emocionaron muchísimo. Ahora me dedico a pasear y a hacer la comida en casa. Que cuando llegas a los 90 años y has trabajado como un animal, ya toca poder estar tranquilo.