Rafa Domínguez, en su estudio de fotografía. | Toni Planells

Rafa Domínguez (Eivissa, 1967) es el responsable de uno de los estudios decanos de la fotografía en Ibiza, Foto Raymar, que este año cumple seis décadas. Un oficio que va incluido en el ADN de su familia, ya que su padre lo cultivó desde su juventud, de la mano del tío abuelo del protagonista de esta entrevista. Un fotógrafo que se crio en un laboratorio fotográfico, que se formó como fotógrafo de prensa y que, a día de hoy, mantiene vivo el oficio familiar.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en la clínica de Can Alcántara. Siempre me dijeron que fui prematuro, que nací con seis meses y medio, y que yo estrené la primera incubadora. Yo soy el del medio de tres hermanos, Toni es el mayor y Fina la pequeña. Mis padres eran Toni i Joana. Vivimos en la Plaza del Sol hasta que, con cuatro años, nos mudamos a Casas Baratas, cuando esa zona todavía era campo. Después vivimos detrás de Correos, que era donde, entonces, prácticamente se acababa Vila.

— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— Mi padre es fotógrafo (aunque ya está retirado). Aprendió el oficio con su tío, Vicent Domínguez. Tenían un estudio en La Marina con dos fotógrafos más, que no tardaron en marcharse a otro lado. La cuestión es que, con 14 años, mi padre ya estaba haciendo fotos en la calle con una cámara ‘minutera’. Más adelante, se marchó a Madrid para intentar entrar en la Escuela de Fotogrametría del Ejército. Pero, tal como él decía, «había muchos enchufados» y no logró entrar. A la vuelta, se dedicó a hacer fotos a los militares que había en Ibiza, las revelaba con su tío y las vendía en el cuartel, antes de hacer el servicio militar como voluntario.

— ¿Siguió trabajando en el estudio con su tío?
— Se da la circunstancia de que, en la familia de mi padre, tanto mis tíos como mi abuelo trabajaron como proyeccionistas en el cine Católico, en el Central o el Cartago. Aunque es distinto, de alguna manera, es un mundo relacionado con la fotografía. La fotografía rodeó a mi familia siempre por todos lados, Torres Andiñach (el fotógrafo que trabajaba con Vinyets) era uno de los mejores amigos de mi abuelo y el padrino de uno de sus hijos. El caso es que mi tío, Rafel Mulet, hermano de mi madre, aunque era empleado de banca, también era muy aficionado a la fotografía y él fue quien montó Foto Raymar en 1963. Le puso el nombre de sus padres, mis abuelos maternos, Rafel y María. Entonces, mi padre empezó a trabajar con él hasta que murió pocos años más tarde y asumió él el negocio desde mediados de los 70. Estaba en pleno Vara de Rey, en un primer piso, y también llegó a abrir una tienda en Vicente Cuervo, donde solían estar mi madre y mi hermana.

— ¿Dónde estudió usted?
— En Sa Graduada. También hice hasta cuarto de solfeo con Lina Bufí y el primer ciclo de delineación en Artes y Oficios. Aunque me pasaba el día en forja o en modelado con Daifa, Pomar, Paco Riera… En esa época, tanto mi hermano como yo éramos muy deportistas. Lleguamos a competir en el campeonato de España, en Anoeta y en Valencia, él como velocista y yo en 60 metros vallas. Después del colegio, aunque no saqué malas notas y la Formación Profesional se suponía que era para los malos estudiantes, estudié hasta el segundo grado de electricidad. De hecho, abrieron el quinto curso solo para mí. Iba yo solo. Eso sí. Nunca llegué a trabajar como electricista. En realidad, siempre trabajé, tanto yo como mis hermanos, ayudando a mi padre en el laboratorio. También le acompañaba como ayudante a las bodas, llevando el flash y esas cosas. Pero nunca como fotógrafo.

— ¿La fotografía para usted, era una pasión o una obligación?
— En principio era una obligación, lo que pasa es que me gustaba. Mi padre siempre me dejaba alguna cámara y yo era el que hacía las fotos en las excursiones. Me gustaba ir por ahí a hacer mis propias fotos, salía con Joan Lluís Ferrer o con `Peput’ y, entonces, me surgió un interés por la ornitología y por la naturaleza que he recuperado en los últimos años. Con 15 o 16 años gané el concurso de Sant Jordi y alguno más del Ayuntamiento de Vila.

— ¿Empezó a trabajar también como fotógrafo con su padre?
— No, a mi padre le ayudaba. Mi primer trabajo como fotógrafo fue en el Diario y me lo ofreció Toni Pomar. Lo que pasa es que yo estaba haciendo la mili y, entonces, contrataron a Joan Costa. Cuando terminé la mili ya sí que me contrataron. Era el 89 y estuve allí hasta 1994. Para mí, el fotoperiodismo fue mi universidad. Aprendí a marchas forzadas a revelar a diario, todo el tema de archivo o el revelado de las fotos de EFE. Las mandaban desde Madrid a través de una especie de fax rudimentario. Era una especie de chasis cilíndrico en el que cargabas un papel fotográfico y, tras una llamada telefónica para que te mandaran la foto, empezaba a sonar el ‘pip pip pip…’, el cilindro giraba y, al terminar, revelaba el papel y tenías la foto.

— ¿Hay mucha diferencia entre la fotografía de estudio y el fotoperiodismo?
— Así es. Yo estaba acostumbrado a ‘foto tirada, foto vendida’ y, al llegar al Diario, me dieron la D-90 y me mandaron a CC.OO. a cubrir una rueda de prensa. Claro, yo llegué, tiré tres fotos y ‘misión cumplida’. Los compañeros se descojonaban: «¿Dónde vas con tres fotos?. Trae diez, quince… ¡Un carrete!». Trabajando en prensa, pude aprender todo tipo de fotografía, foto de calle, de modelo, de producto, de deporte. Era mi trabajo de cada día, y trabajar al lado de Costa o Pomar fue una verdadera escuela, más allá de haber trabajado con mi padre. También aprendí mucho trabajando con una generación de periodistas muy profesionales y exigentes, Virtudes Pérez, Carmen Bermúdez, Javier Uli, Toni Pere, Piña o Toni Roca, por ejemplo, pero también con toda la cantidad de directores distintos y con distintos criterios que pasaron mientras yo estuve trabajando allí. En los últimos años, contraté a Moisés Copa y a Juan Antonio Riera, que lleva más de 30 años en el oficio.

— ¿Qué hizo al dejar el fotoperiodismo?
— Me tomé un año sabático. Ya me había casado con Belén y nuestra hija mayor, Paula, acababa de nacer. Después llegó Fátima. La cuestión es que ya me había ganado cierto reconocimiento como fotógrafo y pude ir haciendo cosas como autónomo. En el 96, surgió la oportunidad de comprar Art Gràfic a ‘Petit’, en la Vía Púnica, y mi padre y yo hicimos la sociedad limitada de Raymar y montamos aquí el estudio y tienda. Durante unos años mantuvimos los tres locales, el de Vía Púnica, el de Vicente Cuervo y el de Vara de Rey. Cuando mi padre cerró el estudio de Vara de Rey se vino a Vía Púnica hasta su jubilación.

— ¿Cómo ha vivido el cambio que ha sufrido la fotografía en las últimas décadas?
— Es que yo soy, por un lado, un Buda y, por otro, una lagartija. Me refiero a que me amoldo bien a las circunstancias. Cuando me viene un purista a hablarme del romanticismo del laboratorio, le contesto que haber pasado allí la infancia te cambia ese ideal de ‘romanticismo’. Eso sí, no es que me encante el laboratorio, pero cuando entro lo sé disfrutar. Me importa menos cómo se hace la foto que lo que transmite el resultado. Lo que pasa es que, últimamente, se lleva mucho el efectismo. Muchos ‘fuegos artificiales’ y mucho color y parafernalia. Lo que me interesa a mí es el mensaje o la poesía de la fotografía. Odio las postales. Lo que me gusta sentirme William Klein, salirme de los reportajes para alguien que lo que quiere es verse guapo, para captar lo que realmente me atrae. Que el visor me sorprenda.