Carlos Marí. | Toni Planells

Carlos Marí (Ibiza, 1980) ha ejercido la mayor parte de su vida laboral como hostelero en diferentes establecimientos de la isla. Desde hace seis años, junto a su hermana Sandra, regenta Can Brodis, una cafetería de barrio que mantiene el espíritu familiar de los bares de toda la vida.

¿De dónde es usted?
—Soy de Can Pere Gayart, de Sant Jordi. Mi padre era Pere Gayart y mi madre, Esperança, era de Can Carabassó, también de Sant Jordi.

¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre era fontanero. Tenía su propia empresa hasta que se puso a trabajar en Sogesur, la actual Aqualia, en el servicio de aguas del Ayuntamiento de Sant Joan. Yendo allí a trabajar, tuvo un accidente en el que murió cuando solo tenía 38 años. Mi madre tuvo que espabilarse para sacarnos adelante a mí y a mi hermana, Sandra. Trabajó como dependienta en la pastelería Valencia, en Sant Jordi (donde ahora está Es Forn d’es Blat) hasta que se jubiló, pero antes había estado en es Forn de Can Manyà o en Can Jurat.

¿A qué colegio fue?
—Fui a las monjas de Sant Jordi hasta 8º de EGB. Con sor Gabriela, sor Georgina, sor Esperanza... Recuerdo perfectamente mi primer día de clase. Quería huir de allí, me encaramé a la valla y todo para escapar hasta que me pilló por banda sor Georgina, me pegó dos galtadas y me mandó para clase. A partir de allí, todo son buenos recuerdos [ríe]. Ahora son mis hijos, Axel y Gael, los que van allí y todavía tienen a algunos profesores de los que me dieron clases a mí.

¿Después, fue al instituto?
—Sí. Al principio fuimos a Can Cifre, donde ahora está Artes y Oficios, y, a mediados de curso, fuimos a estrenar el IES Algarb. Estuve allí hasta primero de Bachillerato cuando, por un problema de falta de plazas en Humanidades, acabé en Ciencias. Como eso no era lo mío decidí hacer el módulo de Hostelería. Nada más empezar, el profesor ya nos dijo que lo único de provecho que íbamos a sacar del módulo serían las prácticas. Así fue. Y es que la hostelería se aprende trabajando, no con tanta teoría. De hecho, la clase más divertida que he tenido nunca fue haciendo prácticas, cuando nos hicieron probar todos los tipos de alcohol «para que supiéramos lo que servíamos». Esa clase la aprobó todo el mundo [ríe].

¿Dónde hizo las prácticas?
—Las hice en mi mismo pueblo, en Sa Tisana. Al terminar, gracias a la bolsa de trabajo, me llamaron enseguida para trabajar en el restaurante Can Domingo de Can Botja, donde estuve dos temporadas trabajando con Vicent. Como prefería trabajar todo el año después estuve trabajando con Bartolo en su bar, Can Brodis, como camarero durante algo más de un año. En esa época ya me compré el piso en la misma calle Castilla en la que está Can Brodis. A partir de entonces fue un vaivén de trabajos, en Es Molí d’Or preparando cáterings, en el Oh La Lá, el Bueníssimo, la pastelería Es Vedrà, la cafetería Miquetes, el Vermell, el Pique... siempre alternando con Can Brodis hasta que me cansé y decidí cambiar de aires durante un tiempo.

¿A qué oficio se dedicó al dejar la hostelería?
—A la construcción. Allí estuve un año y medio en la época del boom inmobiliario. En esa época fue cuando conocí a mi pareja y madre de mis hijos, Sonia. Cuando vi que la cosa ya iba de caída volví a la hostelería y estuve una buena temporada, diez años del tirón, trabajando en el Vermell.

¿Qué hizo al dejar el Vermell tras tanto tiempo?
—Coincidió la época en la que Bartolo, de Can Brodis, se hizo daño en una pierna y tuvo que dejar de trabajar. Mi hermana fue a echar una mano y, cuando le dijeron que querían traspasar el bar, me lo propuso y, desde entonces, hace seis años, aquí estamos.

Han mantenido el mismo espíritu de bar de barrio.
—Así es. Es un bar con solera. Bartolo lo abrió, como Can Brodis, hace 41 años, pero antes ya era un bar. El Bar Mundial, que tenía la Pensión Mundial justo arriba y los Recreativos Mundial al lado. Es un local de trabajadores, de menú diario con precio razonable. Ahora mismo, en Ibiza, no hay punto medio: o te vas a un establecimiento humilde como éste, o te tienes que ir a uno de estos de lujo en el que te pegarán un sablazo y saldrás con hambre. Nos falta un punto medio para los que vivimos aquí todo el año y no tenemos nóminas de 5.000 euros al mes. Además, también se cierra la puerta a un tipo de turistas a los que estos precios les imposibilita venir. A nuestro bar, si alguna vez ha entrado un turista, ha sido porque se ha perdido.

¿Tiene futuro este tipo de negocio popular?
—No sabría qué decirte. La verdad es que últimamente están cerrando muchos bares de este tipo y cada vez quedamos menos. Entiendo que muchos cierran por falta de relevo. Muchos de los hijos de los que han tenido este tipo de bares han estudiado y se dedican a sus carreras. Quienes seguimos con estos negocios, somos los trabajadores, es un tipo de negocio del que se puede vivir, sin hacerse millonario, pero pagando todo lo que se debe y haciendo un mínimo. Además, nuestra clientela es como de la familia. Son los mismos de toda la vida y, el día que falta algún habitual, enseguida nos preocupamos por si ha ocurrido alguna cosa. Es un ambiente familiar y de barrio que no tienen según que establecimientos, por muy lujosos que sean.

Desde su punto de vista profesional, ¿qué momento vive la profesión de la hostería en los últimos años?
—La verdad es que falta gente, pero gente que sepa trabajar. Es más, falta gente que quiera trabajar. Hay quién va a una entrevista de trabajo y lo primero que te dice es que «empezamos a hablar a partir de los 2.000 euros de sueldo». ¡Si no los gano yo! Se interesan antes por las vacaciones y por los días libres que por el trabajo en sí. Es cierto que antes se ganaba mucho más en la hostelería, pero también es cierto que se trabajaba muchísimo más, sin días libres, jornadas interminables que, ahora, no se pueden hacer. Si a esto le añades las barbaridades que se piden por la vivienda a quienes vienen a trabajar durante la temporada, pues nadie va a querer venir a trabajar. Si es que no compensa.