Pep Torres. | Toni Planells

Pep Torres (Corona, 1969) lleva cuatro décadas trabajando en el Puerto de Sant Miquel. Una zona que ha visto desarrollarse y evolucionar desde sus inicios en el mundo laboral, con solo 14 años, tras los fogones de un restaurante a pie de playa.

— ¿Dónde nació usted?
— En Corona. Nací allí, en casa, en Can Racó. Como mi hermana María. Nací y crecí en Corona. Soy de Corona.

— ¿Qué recuerdos guarda de su infancia en Corona?
— Nos lo pasábamos pipa con cualquier cosa. Éramos una gran ‘colla’ de chavales que siempre íbamos juntos y hacíamos todo tipo de trastadas. Estaban los hermanos de Can Llucià, los gemelos de Cana Garrovera, Miquel d’en Guillem, Pep Salada, Joan Maymó, Toni Basora… Ahora ya no hay tantos niños en el pueblo, pero el año que me tocaba hacer la comunión éramos 11 de la misma edad. Éramos muy animales y no dejábamos de hacer trastadas y no había día que no nos zurráramos unos con otros a la salida del colegio. También éramos muy aficionados a ir a comernos, por ejemplo, las cerezas de un payés de Buscastell a la salida del colegio. El hombre nos tenía tan calados y un día nos recibió con la escopeta. Nos pegó unas cuantas escopetadas de sal que quedamos con la espalda tan escocida que te prometo que no volvimos nunca más (ríe). Hoy en día hubieran encerrado a ese hombre en la cárcel. Cuando fuimos un poco mayores, íbamos todos en moto hasta Sant Antoni y eso era una aventura.

— ¿Sigue viviendo en Corona?
— Allí sigue viviendo mi madre. Yo me mudé a Sant Antoni en el 98, cuando me casé en Sant Mateu con María de Cas Jai. Allí es donde vivimos con nuestros hijos, Neus y Jose.

— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— Mi padre estuvo embarcado más de 20 años en las barcas de turistas de Sant Antoni. Resulta que las familias que emprendieron el negocio de las golondrinas en Sant Antoni eran de Corona, los Truis, los Taules y los de Can Botjà. Con eso de ser del pueblo, contrataron a todos los amigos y vecinos que quisieron. Sin embargo, tanto mi padre, Toni Racó, y mi madre, Maria de Can Josepet, trabajaron siempre en el campo como mayorales en Can Josepet. Uno de sus mayores orgullos fue que, con los años, al final acabaron comprándole la finca a la familia de los que habían sido sus señores.

— ¿De dónde es usted?
— Cuando terminé los estudios, con 14 años, empecé a trabajar en el Port de Sant Miquel. Un vecino de Corona, Joan Casens, tenía allí un restaurante, Can Pascual, y siempre me decía que, cuando terminara de estudiar me tenía que ir con él allí a trabajar, «¡tú vente a ayudarme, que iremos de playa y veremos ‘famelles’ por Sant Miquel!». Terminé las clases el día de la noche de Sant Joan y comencé a trabajar el mismo día de Sant Joan.

— ¿Fue de playa y vio muchas ‘famelles’?
— (Ríe) Lo que hice fue limpiar pescado en la cocina hasta hartarme y vi más ‘rojes’ y ‘anfossos’ que extranjeras (ríe). Eso sí, es verdad que se veían muchas chicas, más de una vez me llevé algún pinchazo limpiando las ‘rojes’ mientras las miraba. ¡Luego te escocía durante días! (ríe).

— ¿Trabajó mucho tiempo en Can Pascual?
— Un par de temporadas, hasta que se disolvió la sociedad de los que lo llevaban. Luego, en 1984, empecé a trabajar en el restaurante de al lado, Port Balansat, como ayudante de cocina. El cocinero, Vicent Mandalé, también era vecino y medio familiar mío y aprendí mucho trabajando con él los tres o cuatro años que estuvo. También de Joan Taronges, que es el cocinero que vino después, antes de que yo asumiera la responsabilidad de la cocina. Unos años más tarde, me hice socio de Miquel Guasch, el dueño del restaurante, y ahora lo llevamos los dos. Se puede decir que he crecido aquí dentro y espero jubilarme aquí.

— Entonces, lleva 40 años trabajando en el Port de Sant Miquel, ¿ha cambiado mucho desde entonces?
— Ha evolucionado de la misma manera que ha evolucionado el turismo: Mucha gente, mucha masificación. Donde antes nos apañábamos con diez personas trabajando, ahora somos treinta. Otra cosa son los precios: Cuando comencé, las ‘rotges’ las comprábamos a 700 pesetas, ahora van a más de 45 euros, que son casi 9.000 pesetas. También es verdad que la calidad también ha cambiado para mejor.

— Sin embargo, el Port de Sant Miquel parece que resiste al turismo ruidoso del ocio nocturno, ¿no es así?
— La verdad es que sí. Siguen viniendo familias, personas mayores, gente tranquila. Aquí, a las 10 de la noche no se oye nada. Siempre ha sido así y espero que continúe. Sin embargo, lo que ha cambiado es el sistema del turismo. Ahora vienen dos o tres días, antes se pasaban aquí, como mínimo, dos semanas. Además, repetían cada año. Los conocías por su nombre y se convertían en familia. Se creaba vínculo con el turista. Ahora no te da tiempo ni a conocerlos.

— ¿Mantiene ese vínculo con alguno de sus clientes de entonces?
— Sí, claro. Con varios. Por ejemplo con Luis y Cristina, un matrimonio de Barcelona que empezaron a venir cuando sus hijos eran bebés. No han dejado de venir nunca. Cada año vuelven. Ahora vienen con sus nietas, las hijas de Alberto, y da gusto recibir a este tipo de gente. Se merecerían un reconocimiento por representar un turismo fiel y respetuoso. Otra familia de este tipo son los Dionisio, de Valencia, que estuvieron viniendo durante 25 años hasta que se compraron una casa en Portinatx. La relación que se hace con estas familias es muy bonita.