Concepción llegó a Ibiza con solo ocho años tras pasar su infancia en Francia. | Toni Planells

Concepción Zaragoza (Cayosa del Segura, Alicante, 1947) llegó a Ibiza con solo ocho años tras haber pasado su infancia refugiada en Francia con su familia huyendo de las represalias del franquismo en la postguerra. Una época de la que guarda un recuerdo fresco en su memoria.

—¿Dónde nació usted?
—En Cayosa del Segura, provincia de Alicante. Lo que pasa es que apenas viví allí, y es que cuando yo solo tenía diez meses mi familia tuvo que huir a Francia. Mi padre, José, era del bando perdedor y cada vez que pasaba algo en el pueblo, daba igual qué, se lo llevaban y lo encerraban a él directamente. Mi madre, Juana, contaba que, cada vez que iba a verle a la cárcel tenía la ropa pegada a la piel por la sangre de las palizas. Hubo un señor, rico e influyente, al que llamaban el tío tirillas, que dio la cara por él para que le dieran un permiso y así poder huir a Francia. Una vez allí el tío tirillas le mandaba cartas advirtiéndole de que no volviera si no quería que ‘le afeitaran’, y que no hiciera caso a las cartas que le mandaba su propia tía diciéndole que volviera.

—¿Cómo huyeron a Francia?
—Igual que ahora en otros lugares, hay gente que se gana la vida ayudando a huir a la gente. Ahora huyen en pateras, nosotros huimos de España escondidos en unos huecos que había entre las ruedas de un tren. Mi padre medía 1,80 metros, ¡no sé cómo se enrolló allí dentro!. Mi madre estaba justo en frente de él, conmigo en brazos y clavándose un hierro todo el tiempo. Sin poder moverse porque, si se movía, las ruedas del tren nos hubieran hecho papilla. Yo era un bebé y todo esto me lo contó mi madre, claro. Decía: «Parece que sí que existe Dios» cuando me contaba que yo me pasaba todo el trayecto llorando y que, cuando nos parábamos en cada estación española y los carabineros revisaban el tren, me quedaba callada. Contaba que, solo que me hubiera dado por estirar el bracito, le hubiera agarrado el pantalón a un carabinero (ríe). Si nos hubieran pillado, hubieran matado a mi padre sin ninguna duda.

—¿Qué sucedió al cruzar la frontera?
—Que nos acogieron y nos asistieron enseguida, según me contaba mi madre, nada más llegar me dieron leche y les asistieron a ellos. Mi madre tenía tuberculosis y la ingresaron enseguida en un hospital en el que me acogieron a mí mientras ella estuvo ingresada. A mi padre le dieron trabajo, eso sí, tenía que ir donde le mandaran, muchas veces a cientos de kilómetros de nosotras, para que no le repatriaran. Al parecer, estuvo tanto tiempo fuera cuando mi madre estaba ingresada que, como yo estaba sola, cuando llegó le dijeron que al día siguiente iba a venir una familia a adoptarme. ¡Menos mal!. Pese a que Francia estaba destrozada tras la II Guerra Mundial, nos acogieron y ayudaron de una manera espectacular. Le tengo muchísimo cariño y agradecimiento a Francia. Vivimos en distintos lugares, el último de ellos fue Ussel antes de que volviéramos a España. En cuanto me toque la primitiva iré allí, donde está enterrado mi padre.

—¿Su padre murió en Francia?
—Así es. Curiosamente, huyó de España escapando de la muerte para encontrarla siete años después en Francia. Fue en una disputa, estaba trabajando en un segundo piso y comenzó a discutir de política con un compañero marroquí. Acabaron peleándose con la mala suerte de que se cayó del segundo piso y murió. No le mataron. Sin embargo, ese hombre era una mala persona. Vivía en la misma calle y mi madre no soportaba verle cada día por la calle, así que decidimos volver a España. A Ibiza.

—¿Cómo fue la vuelta a España?
—Nada más llegar a España, en la estación, vino una pareja de guardias civiles y nos llevaron a comisaría a mi madre, a mí y a un chico joven que también iba en el tren. Yo, con esa edad, nunca había visto un guardia civil, con su tricornio y su escopeta, y me dieron mucho miedo. Con ocho años me metieron en la cárcel con mi madre y nos tuvieron allí ocho días, preguntando a mi madre dónde estaba mi padre una y otra vez. Por mucho que les enseñara los papeles de su defunción, no cedieron hasta que se lo confirmaron desde el consulado francés. En la celda de al lado estaba el chico. Siempre recordaré el nombre que les daba a los agentes: Antonio Descalzo. Tampoco olvidaré las palizas que le daban mientras le preguntaban por su padre. Otra cosa que no olvidaré es que, mientras yo lloraba tras las rejas, un guardia civil me consolaba con tantas lágrimas como yo en su cara. Hice llorar a un guardia civil en la cárcel y eso me hizo pensar que también había buenas personas entre ellos. Mi madre estaba recién operada (le quitaron tres costillas) y, finalmente, nos dejaron ir a dormir unos días a una pensión, eso sí, escoltadas por un agente.

—¿Por qué vinieron a Ibiza?
—Porque toda la familia de mi madre estaba aquí. Mi tío Manuel (que después montaría el bar Fuentes en la Avenida España) vino a hacer la mili, trabajó en las salinas, se casó, se estableció en Ibiza y, poco a poco, acabó trayéndose a toda la familia. Con la pensión de mi madre, nadie de la familia pasó hambre. Y es que mi madre tenía tres pensiones de Francia: una de invalidez tras su operación con la que hubiera podido vivir bien el resto de su vida, pero es que tenía otra de viudedad y otra más, la mía de orfandad, que cobró hasta que me casé. La familia de mi madre era muy humilde, mis tíos trabajaban en la salinera o vendían los cuatro pescados que atrapaban por los pueblos. Mi abuela iba a visitar a las casas de los señores, en Dalt Vila, una vez al mes para pedir limosna. No me avergüenza decirlo. También iba caminando hasta ses Salines para hacer remiendos a las payesas de la zona, que le pagaban con alguna sobrassada. Una vez llegó lamentándose porque había tenido que tirar un fajo de tocino por no poder cargar con él todo el camino. A los siete años de llegar a Ibiza, mi madre conoció a Josep, con quien tuvo a mis hermanos, Isabel y Juan Manuel.

—¿Fue al colegio?
—Sí. Con muchas dificultades y faltas de ortografía, eso sí (ríe). Fui a Sa Graduada e hice primero del instituto con Doña Emilia. Mi madre podía permitirse pagarme los estudios pero yo era un culo de mal asiento (ríe). Con 11 años dejé las clases y empecé a aprender a coser con Esperançeta, pero, como culo de mal asiento que era, tampoco acabé haciéndome modista, igual que no acabé de hacer mecanografía ni otras cosas. No quería que mi novio tuviera que esperarme a que terminara las clases, ¡Menuda cabeza tenía!. Al final me acabé casando con Jaume seis años después, con 20 años, cuando él terminó la mili en la marina. Tuvimos a nuestros hijos Juan, Rita y Rosa, que me han dado ocho nietos. Desde que me casé, laboralmente, me dediqué siempre a la limpieza. He limpiado de todo menos casas, incluso aviones en la temporada en la que mi marido estuvo trabajando en el aeropuerto como cocinero.