Alfredo Souza ha enseñado música a varias generaciones de ibicencos. | Toni Planells

Alfredo Souza (Montevideo, Uruguay, 1950) ha dedicado su vida a la música. Ha vivido desde los siete años pegado a una guitarra con la que cruzó el Atlántico huyendo de la represión tras el golpe de estado que sufrió su país cuando Alfredo alcanzó la mayoría de edad.

—¿Dónde nació usted?
—En Montevideo, Uruguay. Soy el tercero de cuatro hermanos. Mi madre, Paquita, era uruguaya y mi padre, Agustín, era brasileño. Ambos vivían pegados a la frontera y solían cruzarla para ir a comprar cosas al otro lado. Mi padre, aunque no era profesional (era obrero), cantaba y tocaba tango con un bandoneón. Mi madre siempre fue muy inquieta con el tema de la cultura. Ninguno de mis padres pudo ir a la escuela más allá de aprender a leer y escribir, eso hizo que mi madre siempre estuviera estudiando e investigando. Murió con 93 años hablándome de metafísica. También se tomó muy en serio que sus hijos aprendieran cuanto más mejor. Mi hermanas Estela y Pilar estudiaron piano. Estela fue una gran pianista. Mi hermano, Quico, tocó la batería y sus hijos, Martín, Rodrigo y Federico, son ahora famosos en Argentina y Uruguay con sus murga ‘La Trasnochada’.

—¿Cuándo empezó usted con la música?
—Con siete años ya me mandaron a estudiar música. Enseguida me di cuenta de que eso era lo mío. Un primo mayor, Pepe, era ‘guitarrero’ y supongo que me influyó a la hora de elegir la guitarra como mi instrumento.

—¿Trabajó siempre como músico?
—La verdad es que trabajé un tiempo como oficinista, pero no podía estar entre cuatro paredes, vestido con traje y corbata, aporreando una máquina de escribir. Con 17 o 18 años estuve en una empresa, Arnaldo Castró, que fue la primera que tuvo ordenador a Montevideo. Me encargaron aprender a manejar ese bicho durante las vacaciones, cobrando el triple, metiendo toda la información al ordenador. Entonces se almacenaba en unos pollitos de papel que, si los mirabas muy fuerte, se rompían. Al terminar me quisieron mandar a EE.UU para seguir aprendiendo, pero no me veía. Con el dinero que gané me compré un buen equipo y les dije a mis padres que me iba a dedicar a la música. Me dijeron que estaba loco, que me iba a morir de hambre, que eso no era vida.

—¿Le fue bien?
—Sí. Me fue muy bien, por suerte. Cuando la gente me veía tocar, me pedía que les enseñara, así que empecé a dar clases. No es que sea un virtuoso, es que he estudiado y sé hacer las cosas bien. Digo que tuve suerte porque, en 1973, a los pocos meses de casarme con Cristina (acabamos de celebrar las bodas de oro), dieron el golpe de estado en Uruguay. Entonces se puso muy peligroso ir a tocar por las noches. Te veían con la funda de la guitarra, se creían que era un arma y los militares te paraban, te tiraban la guitarra al suelo, te pegaban y acababas toda la noche en el calabozo. Llegó a tal punto que mis padres nos recomendaron que nos fuéramos.

—¿Pudo marcharse?
—Sí. En noviembre de ese mismo año nos fuimos a Barcelona en un crucero con la condición de tocar los 14 días que duró el viaje, pasando por Brasil y Portugal. Al salir del barco ya tenía un grupo montado. A las dos semanas ya estaba tocando. Con un día por semana podía pagar la pensión y todas las raciones de huevos fritos con patatas en el Barrio Chino. Esa zona era maravillosa. Por un lado, los fines de semana venía la burguesía de Barcelona en sus carruajes tirados por caballos para ir al Liceo. Por otro lado, tenías a los marines americanos que estaban siempre dándose de hostias con los coreanos y los proxenetas del Barrio Chino. Una película.

—¿Pudo ganarse la vida como músico al llegar a Barcelona?
—Sí. En un par de meses ya estábamos tocando por todos lados hasta que, en enero o febrero, un representante nos propuso ir a Ibiza. Así que decidimos venir y estuvimos seis meses tocando en La Cancela, en Es Canar. De aquí, al terminar la temporada, cogimos la furgoneta que me compré y nos plantamos en Canarias. Allí fue donde nació mi hija mayor, Noela. La cuestión es que conocí allí a Carlos Cabrera y, al terminar el contrato en Canarias, no fuimos a tocar por toda la Península. Allí me di cuenta de que cada comunidad era un mundo y una cultura distinta y de como nos mienten en Sudamérica al decirnos que ‘La Madre Patria’ era una sola. Luego volvíamos a Canarias a hacer la temporada hasta que, en el 79, poco después de que naciera nuestra segunda hija, Doralice, un empresario nos ofreció venir a tocar seis meses a Ibiza. Convencí a toda la banda para que viniéramos y estuvimos tocando en Sant Antoni cada día para los guiris. En esa época, Noela ya tenía edad para ir al cole y nos acabamos quedando. La verdad es que, la primera vez que bajé del avión en Ibiza, al respirar, me sentí como en casa. Me di cuenta de que este era mi sitio. Nuestra tercera hija, Anaís, ya nació en ibiza, aunque todas nuestras hijas son ibicencas.

—¿Se quedó en Ibiza definitivamente?
—Sí. En invierno no había nada y me iba yo solo a tocar con un trío que monté. Como no teníamos dinero para comprar una casa, lo que hice fue comprar un terreno y, poco a poco, ir construyéndome la casa en los tiempos que podía. Un día se me acercó un vecino, Vicent, un señor muy mayor, de esos sabios que nunca fueron a la escuela y me dijo: «Mira, es verdad que aquí somos todos unos burros, por eso los que traéis cultura de otros países tenéis que dejarla aquí, no marcharos como haces tú. ¿Cuántos profesores de guitarra conoces aquí?». Tenía toda la razón, era lógico. Coincidió en el momento en el que, después de haber estado años trabajando para una cadena de hoteles, me dijeron que iban a hacer ‘todo incluído’ y que «si antes tocabas para que la gente bailara y disfrutara, ahora tienes que hacerlo para que estén tranquilos si quieres seguir con nosotros».

—¿Accedió?
—No. Justo me enteré de que estaban buscando a un profesor de guitarra en la academia de música Clave de Sol y me di cuenta de que era lo mejor que podía hacer. A partir de allí desarrollé mi propio método. Yo había seguido estudiando por correspondencia en el Universidad de Berkeley gracias a la recomendación de mi amigo Federico Ramos (hoy un prestigioso compositor de bandas sonoras en EE.UU.), me faltaba aprender la parte moderna de la música y lo conseguí allí. Eso me sirvió para, más adelante, poder dirigir la Big Band y saber hacer los arreglos adecuados.

—¿Dio clases durante mucho tiempo?
—Así es. Hasta que me jubilé hace unos años. He dado clases a varias generaciones, entre mis alumnos están Freddie, el bajista de Joven Dolores, o Marc Riera. Yo solo fui uno de sus maestros, aprendieron mucho más allá de lo que les pude enseñar yo.

—¿Pudo tocar con gente importante en la Ibiza de los 80?
—Sí, tuve la suerte de tocar con gente bastante importante. Mira, con 17 o 18 años mis ídolos eran Deep Purple, Santana, Led Zeppelin. Así aprendimos a tocar rock, con los vinilos calentitos. No podía imaginarme que en los años ochenta me vería subido a un escenario tocando con el mismísimo Jimmy Page en una jam. Fue en el Hard Rock Hotel, que era de un inglés que era amigo de todos estos famosos y los traía a su casa de vacaciones. Cuando les apetecía se unían a tocar en una jam con la banda que estaba fija en el hotel. Siempre en secreto, sin hacer publicidad, pasaron por allí los mejores músicos del momento. Un amigo, Joan Terraguet, me avisó un día de que esa noche iba a pasar algo gordo, así que fuimos a ver de qué se trataba. Una vez allí vimos a Jason Bonham, el hijo de John Bonham (batería de Led Zeppelin) que se puso a la batería. Chris Squire (de Yes) se puso al bajo justo antes de que apareciera Jimmy Page. En ese momento el cantante de la banda local, delante de todo el mundo, me invitó a subir al escenario con ellos. Empezamos con un blues y no sé cuanto duró eso, para mí fue tan bonito que duró una eternidad. Joan me hizo una foto con la que me estuvo vacilando bastante tiempo. Toqué también con Ian Hill y Dave Holland (de Judas Priest) en Las Dalias. En esa época venía la gente más top del momento. Últimamente una artista mexicana, Cristina Rubalcaba, me ofreció participar en un proyecto sobre la Virgen de Guadalupe para la que compuso un tema. La cantante resultó ser María Elena Leal, la hija de Lola Beltrán (toda una institución en Sudamérica)

—Perdón por la frivolidad pero, tocando en una banda ¿se ligaba mucho?
—(Ríe) ¿Sabes qué pasaba?, que las chicas se acercaban siempre al cantante. A mí se me acercaban siempre los locos del pueblo. La gente ‘especial’, digamos. El pintor que insistía en enseñarme sus cuadros, por ejemplo.