El taller de Antoni Marí Ribas Frígoles -o su «casa», como a él le gusta llamarlo- es una nave amplia, situado en la zona de Can Negre. El patio del mismo, sus largas y altas estanterías, el suelo y las mesas están repletas de objetos de cerámica de todo tipo y Frígoles está sentado frente a una mesa, dándole forma a una de las muchas lámparas que iluminarán un conocido hotel. Durante 14 horas al día a Frígoles se le puede ver así, sentado frente a su mesa de trabajo, haciendo rodar el torno con el pie mientras hace surgir de un trozo de barro una jarra, una hucha o un mortero; sacando objetos del horno, o enseñando a los muchos visitantes de su taller-museo sus piezas: «Ya nadie usa un librell para lavarse, pero me los piden para hacer lavabos; ya nadie usa una baldraca o un caduf o una jarra, pero me las piden para adorno».

A Frígoles se le ve en el gesto -cuando habla- y en la forma de moverse por el taller que se siente más cómodo en él que en ninguna parte y que, de algún modo, los cientos de piezas que lo abarrotan explican la historia de su vida: «Son ya 55 años de trabajo ya. Nací en agosto de 1934 y en 1944 entré en el taller de Can Planes. Joan Jarré, el dueño del taller, era vecino y amigo de mi padre». Ese fue el principio, la historia de Frígoles no se pierde en la tradición familiar, ni en una vocación innata, simplemente empezó a trabajar por necesidad. Eso sí, la cerámica le «enganchó» de tal modo que ya nunca la abandonó: «Sigo aprendiendo. Me gusta decir que el ceramista aprende cosas nuevas cada día», comenta.