Viven, como siempre lo han hecho, en una casa de campo perdida entre Santa Gertrudis y Sant Miquel. Ahora están jubilados, pero siguen cultivando el campo. A Xicu Palerm le gusta regar: «Pren gust així», explica su mujer, Catalina Roig, mientras le llama a la manera antigua, con un grito agudo que cruza los campos. Xicu no se hace esperar. Nada más llegar se ponen manos a la obra: cañas, ramas de olivo y sabina, un par de sillas en la terraza y sus hábiles dedos. Poco a poco, de sus manos curtidas por el trabajo en el campo y los años surgen los clásicos cistellons. Los de siempre, los que pueblan las aceras de las pequeñas tiendas, por ejemplo, del barrio de la Marina, sin preguntarnos nunca quién los hace.

Los «tejen» en las horas muertas, un rato aquí y otro allá, en las largas noches de invierno o después de comer, cuando consiguen robarle un rato al tiempo de trabajo en el campo o al ocio; porque, en contra de lo que pueda parecer, Xicu y Catalina fabrican cistellons por motivos de trabajo -no de placer-, «por los cuartos, porque si fuese por gusto pueden estar seguros de que no lo haríamos. Es un trabajo duro que, además, te deja la casa llena de hojas, de virutas de caña...».

Para la fabricación de los cistellons Catalina y Xicu empiezan por salir al bosque a buscar las finas ramas de olivo o sabina. Catalina, a quien le enseñó su marido, hace las bases sobre las Xicu monta toda la estructura del cistelló. «Lo más difícil es cortar la caña en varillas largas y finas -explica Xicu-. El secreto está en el movimiento de la muñeca y del cuchillo, si tratas de cortar la caña, la rompes», comenta, mientras va separando astillas del cuerpo principal de la caña con una facilidad sorprendente.