El artista alemán Siegfried Meir en el transcurso de la entrevista que concedió a este periódico. | (c) Sergio G. Canizares

Siegfried Meir (Frankfurt, 4 de mayo de 1934) es un superviviente. En el más amplio sentido de la palabra. Primero salió con vida del campo de concentración de Auschwitz, donde ingresó con nueve años y donde vió morir a su madre de tifus, y después del Campo de Concentración de Mauthausen, donde conoció a su segundo padre, el español Saturnino Navazo. Finalmente su azarosa vida le llevó desde un pueblo cercano a Toulouse a París y después a Eivissa. Por ello, a sus 80 años este excantante de éxito y ahora escultor se considera «un hombre afortunado». Desde hace algo más de una década cuenta su experiencia a jovenes estudiantes que le escuchan alucinados y con los ojos abiertos ya que su testimonio resulta mucho más cercano que cualquier película de Hollywood. Sin embargo, él sigue siendo pesimista con respecto al futuro porque en los campos de concentración «aprendió a no creer en la bondad del ser humano».

—¿Cómo son sus primeros recuerdos?

—Borrosos. Mi padre era un rumano judío muy creyente y sólo empiezo a acordarme de cosas cuando los alemanes nos prohibieron jugar con los amigos o ir a las tiendas. Pero los más claros comienzan cuando fuimos deportados al campo de concentración de Auschwitz. Fuimos de los últimos porque éramos rumanos y mi padre siempre insistía en que no nos iba a pasar nada porque Dios nos protegía.

—Pero pasó.

—Desgraciadamente sí. Me caí de las nubes bruscamente. Tenga en cuenta que yo llegue a Auschwitz con nueve años.

—Me imagino que fue un shock.

—Completamente. Recuerdo que estaba muy enfadado con mi padre porque me había mentido diciendo que no nos iba a pasar nada. Cuando llegamos nos separaron hombres y mujeres, y yo fui con mi madre. Los primero que recuerdo es ver como la obligaban a desnudarse y como los alemanes se reían de ella y la golpeaban con una fusta en los pechos. Fue algo muy traumático porque el desnudo no era algo tan común como ahora.

—¿Y cómo sobrevivió?

—Aún hoy no me lo explico. Era el único niño en la zona de mujeres y al principio tuve que esconderme en la parte de arriba de unas camas de tres pisos de una barraca para que no me descubrieran. Además tuve la suerte de que ser adoptado por dos mujeres jóvenes que eran las encargadas de ese pequeño edificio. De todos modos, al tener nueve años, para mí era casi como un juego.

—¿Cuánto tiempo pudo aguantar así?

—Muy poco. Desgraciadamente a los dos meses mi madre enfermó de tifus y para que no la llevaran a la cámara de gas como hacían con otros enfermos la pusieron una inyección de aire para que muriera sin sufrir. Ver a mi madre en ese estado, super delgada, con los ojos hundidos y oliendo muy mal porque se había defecado encima, me arrebató la infancia. Sin embargo, lo tuve que aceptar sin más. Y cuando murió, las chicas ya no pudieron cuidar más de mí.

—¿Y entonces?

—Al día siguiente salí al recuento diario que hacían los alemanes de las mujeres del campo y me descubrieron. Recuerdo que pasé mucho miedo cuando me quedé frente a frente con el responsable de las SS, pero como yo tenía rasgos arios, el pelo rubio y los ojos azules, se ve que se encariñó conmigo y me permitió quedarme.

—Menuda suerte.

—No sé si decirlo así. Entre los nazis había gente diabólica y otra que era medianamente mala, y siempre tuve la fortuna de dar con estos últimos. Lo cierto es hasta que me trasladaron al módulo de hombres pasé un tiempo sin rumbo, sin ninguna ocupación, pero viendo todas las crueldades que allí se hacían.

—Pasar con los hombres debió de ser otro cambió muy fuerte.

—Sí. Recuerdo que volví a pasar mucho miedo al verme sin protección y sin conocer a nadie. Además, nada más llegar enfermé de tifus y viendo lo que le había pasado a mi madre pensé que me iba a morir. Sin embargo, no se como acabé en la barraca donde el famoso y sádico doctor Josef Mengele experimentaba con gemelos y allí sus médicos me hicieron muchísimas pruebas que acabaron por curarme. Tal vez de nuevo me ayudó lo de ser rubio.

—Seguía regateando a la muerte...

—Completamente. Cuando sané, me dejaron ir a la barraca que yo quisiera y decidí ir con los rusos prisioneros de guerra porque los admiraba por su juventud y su coraje. Eran los únicos capaces de aguantar la mirada y plantar cara a los miembros de las SS y yo me sentía muy identificado con ellos porque era muy temeroso y no tenía miedo a nada después de lo que me había pasado. Tuve la suerte de que me aceptaran y con ellos aprendí más que en la Universidad viendo como hacían trueques con los polacos que estaban al otro lado de la alambrada. No se como lo hacían pero conseguían todo tipo de objetos.

—Pero debía ser peligroso.

—La verdad que sí, porque si te descubrían te ahorcaban inmediatamente. Incluso se hacían muchas ejecuciones ejemplarizantes de prisioneros sólo por robar una patata o un trozo de pan.

—Pero usted dice que los rusos eran respetados.

—La verdad que sí. Realmente el odio de los alemanes era contra los judíos. De hecho en muchas ocasiones ví como los nazis pegaban un tiro con frialdad a los judíos sólo por rezar en público. Siempre me he preguntado que les pudieron haber hecho para tanto odio.

—Entonces llegó el momento de salir de Auswitz.

—Sí, nos evacuaron cuando los rusos iban a liberarlo. Otra vez tuve suerte porque dos días antes de nuestra marcha aniquilaron completamente el campo de gitanos que había enfrente del nuestro. Siempre recordaré que fue como una cacería por todas las instalaciones que duró toda una noche.

—¿Dónde le llevaron?

—A Mathausen. En Auschwitz dejaron a los enfermos y al resto nos metieron en un tren descubierto en pleno invierno y nevando, lo que provocó que mucha gente muriera de frío y de hambre en el trayecto. Luego el tren fue atacado por Partisanos y aunque los más valientes escaparon yo no tenía fuerzas y me quedé. Después tengo un lapsus en mi memoria, con flashes en los que me veo caminando por el frío los 300 kilómetros que había hasta Mathausen.

—Y otra vez a repetir lo mismo.

—Si a la pesadilla de desnudarnos, desinfectarnos y cortarnos el pelo. Pero yo era muy rebelde y me opuse montando un escándalo tan grande que llamó la atención del jefe del campo. Otra vez les caí en gracia, me dejaron el pelo largo y me pusieron al servicio de un español deportado en el campo. Se llamaba Saturnino Navazo y desde aquel momento siempre le consideré como mi padre.

—Pero usted no sabía español.

—Sí pero desde el primer momento hubo un flechazo inmediato entre nosotros. Recuerdo que el organizaba partidos de fútbol entre las distintas nacionalidades para placer de los alemanes porque había sido futbolista en España hasta que se unió a los franceses para combatir a los alemanes. Viví muy buenos momentos junto a él y casi inmediatamente ya hablaba español. Sin embargo, a los cuatro meses Mathausen fue liberado.

—¿Como recuerda aquel día?

—Fue muy especial. Recuerdo que fue un 5 de mayo, un día después de mi cumpleaños. Cuando nos dejaron en libertad a Navazo le ofrecieron irse a Francia como excombatiente y a mi la Cruz Roja me dió la oportunidad de ir a Estados Unidos, Israel o Suiza, pero yo decidí quedarme con él. Él lo aceptó y desde entonces me hice pasar por su hijo. Fui mucho tiempo Luis Navazo, nacido en la calle Don Quijote, número 33, en el barrio de Cuatro Caminos de Madrid.

—Una nueva vida.

—Sí pero tampoco fue fácil porque al principio estábamos en un campo de refugiados de Toulouse buscando al hermano de Navazo que había sido herido en Francia. Cuando lo encontramos nos quedamos en un pueblo cercano a esta ciudad y allí empezó una nueva etapa de mi vida en la que estudié para ser sastre, luego fui cantante y desde hace bastante tiempo escultor.

—¿Y cómo llegó a Eivissa?.

—Por recomendación de Georges Moustaki, cantante y gran amigo mio. Yo había triunfado como cantante en París pero vivía una mala época porque me quedado un poco de lado con la llegada del pop. Entonces Moustaki me recomendó viajar a Formentera para iniciar una nueva vida. Sin embargo, mi primera experiencia con la isla fue horrible. Fue en febrero, había temporal, el viaje en barco en la Joven Dolores fue terrible, y además, cuando llegamos no encontramos nada abierto. Al día siguiente decidí volvernos a París pero en el regreso tuve un flechazo al ver Dalt Vila que aún sigue vivo.

—Usted ha seguido con su vida pero desde hace tiempo cuenta su experiencia. Su testimonio es muy importante para las generaciones futuras.

—Puede ser, pero lo cierto es que no empecé a narrar mi historia hasta hace unos años porque cuando era joven y vivía en Francia con Navazo todos me acusaban de mentiroso y eso me marcó. Sin embargo, Moustaki fue el que me animó a contar lo que viví y ahora creo que mi amigo llevaba razón y que mi testimonio es muy importante.

—Como lo ven los jóvenes?

—Creo que les interesa mucho. Algunos profesores me dicen que nunca han tenido clases tan silenciosas como cuando yo les cuento mi vida y creo que es porque lo hago de una forma distinta. Gracias a mi conocen lo que pasó en los campos de concentración en primera persona y eso es mucho mejor que un libro o una película.

—¿Tiene algún secreto para captar su atención?

—Intentar drasmatizar la historia y contarlo como el niño que fui. Eso les hace sentirse más identificados.

—¿Cree que sus charlas ayudan a prevenir cosas como las que usted sufrió?

—Eso es mucho creer. Soy muy pesimista al respecto. El dia que se invente un chip para el cerebro que quite la maldad viviremos en un mundo en paz. Pero hasta entonces siempre los malos ganarán a los buenos porque tienen tienen las armas y matan con ellas.

—Por lo menos hay que intentar ser optimista.

—Bueno si de los 200 chicos que me escuchan al menos 20 cambian su forma de actuar ya habremos conseguido algo. Pero soy pesimista y creo que hemos aprendido poco del pasado.

—¿Por qué?

—Porque siempre se repite lo mismo. En cuanto termina una guerra los dos bandos enfrentados al final se vuelven amigos. Pasó con Francia y Alemania y con Estados Unidos y Japón, y pasará seguro también con Israel y Palestina. Lo que no entiendo es porque hay que llegar a la confrontación con lo fácil que es hacerlo al principio.

—¿Entonces teme que se vuelva a repetir la II Guerra Mundial?

—No, lo que pasa es que desgraciadamente en los campos de concentración aprendí a no creer en la bondad del hombre.