El fotógrafo barcelonés ayer por la mañana en la sala Sa Nostra junto a los vestuarios que forman parte de la exposición ‘9 anys d’òpera a Eivissa’. | Arguiñe Escadón

Hablar con Antoni Bofill Moliné (Barcelona, 1947) es hacer un repaso a las últimas cuatro décadas de la historia de la fotografía y de la ópera. Este hombre, de hablar pausado, sonrisa serena y ojos tremendamente vivaces es y será uno de los grandes de la fotografía de escena a nivel internacional. A ella ha dedicado casi toda su vida profesional siendo, entre otras muchas cosas, el fotógrafo oficial del Gran Teatre del Liceu desde 1977. Con su máquina ha plasmado los mejores momentos de los grandes de las ópera como Montserrat Caballé, Plácido Domingo, Alfredo Kraus o Josep Carreras mientras al mismo tiempo reflejaba como nadie lo que se mueve tras el escenario demostrando que el mundo de la ópera no es tan elitista como muchos piensan. Ahora, en Eivissa Antoni Bofill Moliné está de actualidad puesto que medio centenar de sus fotografías sobre las óperas preparadas en Eivissa por los directores y escenógrafos Armin Heinemann y Stuart Rudnick decoran las paredes de Sa Nostra Sala en la exposición 9 anys d’òpera a Eivissa.

—Es usted uno de los grandes referentes de la fotografía de escena a nivel internacional. ¿Cómo empezó todo?

—(risas) Estando enfermo cuando yo tenía nueve años. Yo tenía un problema de pulmones y para que me distrajera mi padre me propuso que hiciera un curso de fotografía a través de una serie de libros de intercambio.

—¿Es cierto que usted venía de una familia relacionada con la fotografía?

—Sí. Eso me ayudó mucho. Mi tío era un gran fotógrafo de la época que trabajaba para una casa de material fotográfico de Barcelona y hacía publicidad en su estudio para marcas tan conocidas como Anís del Mono. Pero el que más me ayudó fue mi padre. Era un manitas de esos que ya no quedan y él fue el quien me enseñó a revelar en una bañera y encima de una mesa. Ambos me inculcaron la pasión por este maravilloso mundo.

—¿Cómo fueron sus inicios?

—En un pequeño club de fútbol del barrio de Gracia de Barcelona. Llevaba una pequeña cámara que me habían comprado mis padres a cambio de que les devolviera el dinero cuando me hiciera conocido y cuando no jugaba de titular les iba tomando fotografías. Antes tenía maneras para ser futbolista. Entré en el Europa, un club muy conocido de Barcelona, hasta que un día en el antiguo campo de Les Corts, donde jugaba el FC Barcelona, recibí un fuerte golpe en la nariz que me provocó un gran traumatismo.

—El final de un camino pero el comienzo de otro...

—Sí. Sin yo quererlo aquel golpe me hacía jugar inconscientemente con miedo así que tuve que dejar de lado la idea de ser futbolista. Afortunadamente, el club también tenía una sección de teatro y yo empecé a tomar fotografías de sus obras. Después llegaron más encargos de fotografía industrial y publicitaria que yo llevaba a cabo en un estudio que monté en mi piso.

—¿Y cómo acabó en el Gran Teatre del Liceu?

—Pues como suelen ser estas cosas, un poco por casualidad. Yo mandaba revelar mis fotografías en un estudio y un día su dueño me dijo que andaban buscando un fotógrafo fijo para trabajar en el Liceu y que creía que yo podía encajar muy bien allí. Así que fui a ver a su entonces director y le debí gustar tanto que esa misma noche ya estaba trabajando.

—¿Fue entonces un flechazo a primera vista?

—(risas). Se podría decir que sí. La misma noche que hice la entrevista ya hice mis primeras fotos. Aún lo recuerdo como si fuera ayer. Fue en 1977 con la representación de la ópera La africana de Giacomo Meyerbeer y protagonizada por Montserrat Caballé y Plácido Domingo. Aún guardo la primera imagen que tomé de ella mirándome con ese gran vestido. Fue mi primer y más impresionante ‘clic’.

—¿Fue su primer contacto con la ópera?

—Profesionalmente y como fotógrafo sí, pero a mí ya me gustaba mucho porque la había escuchado en la radio. Además de pequeño tuve la suerte de haber podido asistir con un abono de mis tíos en el quinto piso y con otro en platea de unos familiares míos. Pero nada comparable a ser el fotógrafo oficial del Gran Teatre del Liceu.

—¿Cómo es su trabajo allí?

—Tremendamente interesante. Lo primero que me di cuenta cuando llegué es que todos hablan el mismo idioma y que todo el mundo se humaniza cuando está detrás de un escenario. Puedes ser un gran cantante, tener mucho dinero o haber ganado muchos premios, pero al final siempre necesitan la ayuda de un sastre o de un peluquero para que todo funcione perfectamente. Eso sí, los momentos previos a salir a escena son los más difíciles en un cantante de ópera y por eso, muchos durante algunos minutos se vuelven insoportables. Pero hay que entenderles, tenga en cuenta que su carrera se puede venir abajo en segundos.

—¿Hizo muchos amigos entre los artistas?

—(risas). No sé si tanto, pero sí descubrí cómo son en realidad. Por ejemplo me llevo muy bien con Montserrat Caballé, a quien le gustó tanto mi trabajo en el Liceu que incluso me contrató como su fotógrafo personal para sus conciertos y sus discos. También son muy cercanos Plácido o Carreras. Eso sí, se me olvidan todas las anécdotas que he vivido con ellos hasta que empiezo a hablar con la gente y el disco duro comienza a funcionar...

—Viendo sus fotografías, ¿cree que ha ayudado a cambiar esa imagen de elitista que tiene la ópera?

—Lo he intentado porque me cansa un poco que se hable tanto de elitismo en la ópera. ¿O es que acaso no lo es más un palco en un partido de fútbol o en un concierto?. Detrás de cada obra hay mucho trabajo y mucha gente haciendo grandes esfuerzos para que todo salga perfecto. No sólo es lo que se ve delante del escenario. Es mucho más y eso es lo que intento que se vea con mis imágenes.

—Volviendo a su trabajo, ¿piensa que todo lo que ha hecho tiene aún mucho más valor teniendo en cuenta los medios que tenía a su alcance?

—(risas). Bueno, no sé si más valor. Cuando yo empecé los medios eran los que eran, pero sí es cierto que ahora todo es mucho más sencillo. No se pueden comparar las máquinas analógicas con las digitales. Por ejemplo la sensibilidad de la película era nefasta y es que yo empecé trabajando con 250 ASA porque ni por asomo nos podíamos imaginar que llegaría Kodak a sacar una película de 400 ASA. Además, comprar un buen objetivo era muy caro y había que trabajar teniendo muy buen pulso. Y todo eso en directo, sin marcha atrás, con carrete y sin que se pudiera borrar ni retocar ninguna imagen.

—Escuchándole, parece casi imposible que pudiera sacar las fotos que sacaba...

—(risas). Y eso porque no le he contado que la iluminación del escenario era muy deficiente y que tenía que lanzar las fotografías haciendo el mínimo ruido posible para no interferir en el desarrollo de la obra...

—¿Y como conseguía eso?

—Con mucho esfuerzo y mucho ingenio. Me volvía loco recorriendo los estudios de fotografía de Barcelona preguntando por los últimos avances y luego yo mismo me construí un estuche donde protegía la cámara. Estaba hecho en fibra de vidrio y fibra de roca, que es lo que usaban los antiguos taxis de diesel en el capó junto al motor y que esta inspirado en los manguitos que usaban las mujeres de la época para protegerse del frío. Era un poco raro pero muy eficiente.

—Después de tanto tiempo, ¿cuál ha sido su mejor fotografía?

—(risas). Pues pienso que aquella primera que hice a Montserrat Caballé en 1977 en la ópera La africana. Lo tiene todo para mí. Fuerza, contundencia y sobre todo un gran valor sentimental. Sin embargo, también me marcaron mucho las que hice cuando el Gran Teatre del Liceu se quemó en 1994. Me acuerdo de que tomé unas imágenes impactantes para mí del techo de la platea ardiendo desde un hotel justo enfrente porque no pude entrar. Mi hijo, también fotógrafo y muy bueno, sí pudo acceder mientras me buscaba y sí consiguió unas fotografías que dieron la vuelta al mundo.

—Para usted, ¿cuál es el secreto de una buena fotografía?

—Bueno, pues como en cualquier cosa, lo importante es que te guste lo que estás haciendo. Si pones interés a tu trabajo todo saldrá mucho mejor. Ésta es una de las claves de un buen trabajo, no sólo de la fotografía. Y si además consigues cada día marcharte sintiéndote orgulloso de lo que has hecho, sabiendo que no has cometido ninguna injusticia y que eres una persona humilde ya será todo casi perfecto.

—¿Hacia dónde va ahora el futuro de Antoni Bofill Moliné?

—Aún sigo en activo como fotógrafo en el Liceu de Barcelona. Me siento muy bien de salud y con muchas ganas de continuar después de 38 años, pero también soy consciente de que en ocasiones hay que dejar paso a los que vienen detrás. Soy de los que piensan que hay que saber retirarse a tiempo y en este sentido mi hijo, Antoni Bofill también es un gran fotógrafo.

—¿Entonces el futuro de la saga está garantizado?

—Por parte de mi hijo sí. Y no sé si después, pero mi nieta ya hace sus pinitos de fotografía. Será que lo lleva en la sangre (risas).