Lo primero que llama la atención del monumento de bronce a Manuel Abad y Lasierra que preside la plaza de l’Església de Santa Gertrudis, del escultor Pedro J. Hormigo, es el hueco que tiene en su torso. Un agujero precedido por unas escalinatas que representa la entrada de una de las iglesias rurales que mandó construir durante los cuatro fructíferos años en que estuvo sentado en la silla episcopal como primer obispo de Eivissa.

En agosto de 1783, la vila de Eivissa recibió el título de ciudad necesario para la creación del obispado reclamado por los habitantes de la isla. Abad y Lasierra, aragonés nacido en Estadella, no se trasladó a Eivissa hasta febrero del año siguiente pero su designación y la llegada a las Pitiüses fue recibida con importantes celebraciones y, nada más llegar, viajó a ambas islas para visitar los lugares donde se tenían que construir los nuevos templos a través de un plan parroquial que desarrolló durante su estancia. La diócesis se dividió en veinte parroquias, de las cuales doce ya tenían templo, por lo que sería necesario construir ocho iglesias rurales nuevas para atender el aumento de población que demandaban templos más cercanos en Sant Carles, Sant Mateu, Santa Agnès, Sant Agustí, Sant Francesc, Sant Rafel, Santa Gertrudis y Sant Llorenç en Eivissa, a la que se sumaría la de Sant Ferran en Formentera.

Una vez aprobada la construcción de las nuevas parroquias, Abad y Lasierra introdujo la lengua castellana en los documentos de la iglesia en lugar del catalán que se utilizaba hasta entonces y, sobre todo, se dedicó a desarrollar tareas más relacionadas a su condición de ilustrado y plasmó sobre el papel la realidad civil, militar y política de las Pitiüses.

Ademas, la muerte en un intervalo breve de tiempo del gobernador y el asesor, le convirtieron en la máxima autoridad de las islas y desempeñó durante un tiempo las labores de gobernador interino.

Su diagnóstico sobre la realidad pitiusa concluyó con la necesidad de transformar la estructura política de las islas para mejorar la situación económica.

La frenética actividad que mantuvo al frente del obispado de Eivissa pasaron factura en la salud de Abad y Lasierra, que pidió que lo trasladaran a Zamora. Su destino fue finalmente el obispado de Astorga en 1787 y, después de ocupar diferentes cargos, entre ellos en el de inquisidor general, murió en Zaragoza en 1806.

Una isla habitada por hombres valientes pero indisciplinados

Por encargo de la Corte, Abad y Lasierra hizo un informe en la que describía una apocalíptica realidad pitiusa. Eivissa y Formentera, según el obispo, eran unos paraísos naturales echados a perder por el hombre. Amigos de las armas, valientes pero indisciplinados, el obispo describió a los habitantes de las islas como personas que ignoraban las artes y la industria y aborrecían «la fatiga del campo» y de la pesca.

Basándose en este diagnóstico, pidió que se creara una Junta de Gobierno para controlar el abastecimiento de las islas y redactó un Plan de Mejoras que constituyó una reforma total de su estructura económica, política y militar.

Cuando se marchó de Eivissa en 1787, los cambios que se habían experimentado eran evidentes. Los campesinos dejaban de estar tan aislados como antes y acudían los domingos a su nueva parroquia y las nuevas instituciones que había proyectado comenzaban a cambiar rutinas antiguas que, de alguna manera, lastraban la idea de progreso que tenían los ilustrados y que permitirían dar un salto cualitativo a las Pitiüses.