El campo de batalla está listo mucho antes de que los combatientes empiecen a llegar a la playa de s‘Arenal, escenario de la Gran Batalla de Tomates que, desde hace doce años, se celebra cada año con motivo de las fiestas de Sant Bartomeu.

Una barrera separa ambos bandos para recrear el enfrentamiento que se llevó ayer a cabo entre los cartagineses de Sant Antoni y los romanos de Sant Josep. La munición, dos mil kilos de tomates que la cooperativa Agroeivissa ha seleccionado para la ocasión, espera en grandes cajones repartidos por la playa. Tomates los suficientemente maduros para que causen el menor daño posible aunque, como cuenta Ángeles Espinosa, miembro de Asociación Sociocultural de Cartagineses y Romanos que organiza el evento, «duelen cuando los tiran con ganas». De hecho, según advierte, «lo normal es que acabe con algún ojo morado y alguna brecha en la cara». Los participantes deben tener más de 16 años pero este año, como novedad, los niños a partir de los 10 años pueden también formar parte siempre que cuenten con la autorización paterna.

Uno de los primeros en llegar es Guillermo Fernández, que lleva participando en esta singular batalla desde hace seis años. Vive en Sant Antoni pero forma parte del bando romano porque es argentino de nacimiento. «Como soy invasor, estoy en el lado contrario», bromea. Dice que le gusta acudir a esta cita anual porque, por una vez al año, puede ir en contra de sus amigos y vecinos. Aún así, reconoce que los tomatazos «duelen» y acaba la batalla «reventado». Además, está en el bando que menos simpatía tiene entre el público. «La gente siempre aplaude más a los del pueblo, a los cartagineses que, por otra parte, siempre son más», añade.

Mientras tanto, a lo lejos empiezan a acercarse los contendientes de ambos bandos ataviados con trajes de la época confeccionados por ellos mismos. Pero lo realmente imprescindible es llevar una buena defensa. Escudos de corcho, de madera e incluso tapaderas de cubos de basura o cajones de verdura para sortear los proyectiles que, en apenas unos minutos, lloverán de una parte a otra.

A la izquierda se sitúan los romanos josepins y, a la derecha, los cartagineses portmanyins quienes caldean el ambiente con gritos de guerra para mostrar su fiereza ante el adversario.

Los generales de ambas partes intentan llegar a un acuerdo pero, a la pregunta de si quieren la paz o la guerra la respuesta es clara. «¡Guerra!», exclaman los alrededor de 300 participantes y, segundos después, empieza la batalla.
Cientos de tomates empiezan a volar de un lado a otro de la bahía. Las fuerzas están igualadas entre ambos bandos y los proyectiles se deshacen cuando impactan en los cuerpos de los entregados guerreros. A medida que la batalla se anima, el olor a tomate se extiende por todo s’Arenal. Alguno que otro se desvía hacia el público, algunos de los cuales bromea diciendo que se lo lleva a casa para hacer una ensalada. A otra turista británica, en cambio, no le hace tanta gracia y muestra los restos de tomate en su pelo.

Pasan los minutos y las fuerzas empiezan a agotarse y algunos contendientes, exhaustos, se esconden detrás de las cajas de tomates para reponerse del esfuerzo. Veinte minutos después de iniciada la batalla, se registran las primeras bajas y solo los más guerreros continúan en primera línea de fuego.

En los últimos minutos, el enfrentamiento se anima y los más valientes, como Guillermo, dejan el escudo en el suelo para lanzar los proyectiles vegetales con más ganas a pesar de que la munición se ha terminado y tienen que tirar los tomates que están aplastados en la arena.

La contienda termina a la media hora cuando los guerreros levantan las manos para reclamar la rendición y, con el fin de los tomatazos, llega el aplauso general de todos los participantes que, acto seguido, se dan la mano para dar por terminada una batalla que acaba sin vencedores ni vencidos.