Una carta con sellos chilenos fue el detonante del curioso encuentro que vivieron hace 27 años Mari Carmen Torres y Joan Tur con su primo Roberto Tur, descendiente de uno de los miles de ibicencos que, hace un siglo, decidieron probar suerte al otro lado del Atlántico.

En 1914, con apenas 18 años de edad, Mariano Tur Torres, abuelo de Roberto y hermano de los abuelos de Mari y Joan, se embarcó en uno de los buques que hacían ruta a Buenos Aires partiendo desde Barcelona y con escala en Canarias. Junto a dos ibicencos más, pasó dos meses en alta mar hasta que llegaron a la capital argentina y, tras pasar un tiempo en Santa Fe, decidió emprender un viaje sin retorno a Santiago de Chile.

Para llegar a su destino, Mariano decidió cruzar la cordillera de los Andes a lomos de un burro por caminos tortuosos. «Por la noche hacía tanto frío que tenía que dormir abrazado al burro», comenta su nieto Roberto. Finalmente, llegó a Santiago y se convirtió en uno de los pocos ibicencos que se estableció en la costa del Pacífico del continente americano. La explicación era lógica: solo la mitad de los barcos que navegaban hacia allí llegaban a flote dadas las dificultades de cruzar el estrecho de Magallanes.

Antes de iniciar su periplo americano, Mariano Tur Torres decidió alterar el orden de sus apellidos para despistar a las autoridades españolas y eludir el servicio militar. Sin embargo, años después decidió recuperar el apellido Tur para ponérselo a los ocho hijos que tuvo con su mujer chilena.

Murió con 57 años de edad y nunca más volvió a pisar Ibiza. «Su intención era volver en el año 1935 pero le llegaron noticias del ambiente antes de la guerra y desistió», explica su nieto. La relación con su isla natal se mantuvo a duras penas a través de la correspondencia con su madre y su hermano mayor a pesar de las dificultades en una época en la que, en el campo ibicenco, casi nadie sabía leer y escribir.

En Chile, Mariano solo mantuvo amistad con otros dos paisanos con los que se encerraban en una habitación para hablar ibicenco entre ellos porque no les gustaba que sus familias les escucharan.

Le gustaba tan poco hablar de sus orígenes que el chileno Roberto Tur se enteró de sus raíces ibicencas por su padre Bernardo, el hijo menor de Mariano. Su tía le enseñó las cartas que se mandaba con la familia de Santa Gertrudis donde había tres extrañas direcciones: Ca na Trulla, Can Pep de’n Torres y es Cucons. Ni una calle, ni un número ni un código postal.

Sin embargo, Roberto, harto de las estrecheces provocadas por la dictadura de Pinochet en su país, decidió probar suerte y envió cartas a esas direcciones. Seis meses, después recibió la respuesta de su prima Mari Carmen, con la que mantuvo una relación telefónica durante unos meses hasta que le invitó a conocer la tierra de sus antepasados.

El 26 de febrero de 1990, Roberto Tur aterrizó en el aeropuerto de Barajas antes de culminar el viaje a la inversa que hizo un siglo antes su abuelo a Chile. Allí le esperaba una auténtica desconocida que en realidad era su prima segunda. «Tuvimos que hacer un documento notarial para asegurar que nos hacíamos cargo de él», recuerda Mari.

«Vine a ver lo que pasaba con cien billetes de un dólar en el bolsillo y al final me quedé». Lo cuenta Roberto, que recuerda que, como llegó en plenos carnavales, fue ‘emmariolat’ a los tres días de pisar la isla: «Yo no quería salir disfrazado a la calle porque, como venía de una dictadura donde estaba prohibido, pensaba que me iban a detener».

Sorprendido porque el agua del grifo en Ibiza estuviera salada, Roberto no tardó en adaptarse a su nueva vida y empezó a trabajar recogiendo algarrobas durante unas semanas hasta que consiguió un empleo de ayudante de cocina.

Hoy, 27 años después, está casado con Sandra, una ibicenca, tiene dos hijos, Sara y Nahuel, y es un ibicenco más aunque continúa conservando un marcado acento chileno.

Preguntado por los motivos que empujaban a los ibicencos de hace un siglo a cruzar el charco, Joan Tur, el tercero de los primos, habla de unos tiempos «de absoluta miseria» en los que algunos ibicencos del centro de la isla no habían visto ni el mar. Las aventuras sobre el nuevo continente, añade Joan, y las perspectivas de hacer fortuna hicieron el resto: «Lo único que les paraba era el barco. Si hubiera pasado un tren con destino a América, todos se habrían subido».