Los cambios generan estrés, preocupación, miedo a lo desconocido. Las sociedades modernas, acomodadas, prefieren sobrevivir en su gris burbuja que arriesgar por un futuro mejor. La falta de confianza en las instituciones y la cada vez más alarmante ausencia de pensamiento crítico genera un clima de desgana y apatía nocivos frente a cualquier tipo de transformación social.

Sin embargo, los graves problemas a los que se enfrenta el planeta obligan a los gobiernos y a las sociedades a asumir riesgos y a dar un volantazo para cambiar el rumbo de algunas cosas. Me refiero sobre todo a la amenaza medioambiental, que muy pocos se toman en serio a pesar de asistir ya a los primeros efectos del cambio climático.

Desde hace décadas venimos alimentando una auténtica invasión de vehículos en nuestras carreteras y núcleos urbanos. Hemos cedido espacio vital para el automóvil y nos hemos hecho esclavos de las cuatro ruedas, hasta el punto de no desplazarnos a un casco antiguo o zona comercial por temor a no encontrar aparcamiento.

Gracias a la determinación de muchas personas cada vez más ciudades están apostando por peatonalizar las almendras centrales y alejar el caos de zonas con gran riqueza patrimonial. Esta corriente ha llegado a la isla. En Vila comenzaron por el puerto y ahora continúan por dos espacios emblemáticos como son Vara de Rey y la plaza del Parque. Santa Eulària también ha decidido restringir el tráfico en el bulevar y ahora también en la plaza del Cañón. Y la siguiente localidad ibicenca que despejará de coches el casco antiguo será Sant Antoni, que tiene previsto peatonalizar las callejuelas del West End y las adyacente a la plaza de la Iglesia.

Es comprensible la inquietud de vecinos y comerciantes de estos entornos porque, en cierta forma, se les va a trastocar su operativa habitual y también su movilidad. Pero no teman. No se conoce de ningún lugar del mundo donde la peatonalización del centro haya resultado perjudicial. No solo nos libera de gases tóxicos y contaminación acústica, sino que contribuye en una mejora de las relaciones vecinales y familiares, incluso aumenta la actividad comercial. La estampa, el pasado verano, de un puerto vivo, inundado de turistas y residentes disfrutando de los muelles y de su oferta gastronómica y de ocio es un claro ejemplo de que ganar espacio para las personas es sinónimo de éxito.