Paseando a RAE.

Si me lo permiten, voy a acompañarles estos días de confinamiento y de soledad para intentar que les sean un poco más llevaderos, porque es en estos momentos cuando los artistas y los juntaletras tenemos la función de entretener a quienes nos escuchan y a quienes nos leen, con el fin de que el miedo se nos haga menos denso. Si han navegado entre sus redes estos días, habrán visto cómo nuestros cantantes –no me refiero a los que llenan estadios, sino a los patrios, a Iván Doménech o a Chris Martos, por ejemplo– nos acunan cada día con sus guitarras y con sus voces rotas. Nuestros profesores y entrenadores nos están escribiendo y están compartiendo sus rutinas de deporte para que podamos secundarlas en casa y los responsables de los restaurantes a los que solemos ir o de nuestras carnicerías de confianza nos están dando trucos para despuntar en la cocina o trayéndonos a casa la compra.

Por eso, cuando pregunté de qué manera podía yo ayudar, qué podía escribir o en qué forma podía aportar mi granito de arena a esta locura que estamos viviendo, acepté la propuesta de escribir en Periódico de Ibiza y Formentera cada día mi particular diario. Así que, si les parece bien, en los próximos días les voy a relatar cómo paso los días y de qué manera doy forma a este sinsentido en el que se están convirtiendo. Solamente llevamos cinco días de confinamiento y es importante que mantengamos la cabeza fría y el corazón caliente para soportar los que nos vienen por delante.

El título de este espacio –perdónenme de antemano si les parece pedante, aunque los que me conocen un poco o me leen a veces ya saben que tengo tendencia a hacer uso del castellano antiguo– no podía ser otro que Bitácora de una distopía. ‘Bitácora’, para rendir un homenaje a todos esos marineros que desde hace siglos han escrito en sus cuadernos los datos de lo acontecido en las semanas o meses que pasaban encerrados en sus barcos; y ‘de una distopía’, por la ficción apocalíptica a la que hemos sucumbido.

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Lo bueno es que soy parte de la población que tiene la suerte de tener perro. Además, y como ya sabrán quienes han oteado mis columnas dominicales, no tengo hijos. Estas situaciones excepcionales hacen que todo sea un poco más fácil para mí y me disculpo de antemano, como deberían hacer todas esas personas que nos muestran lo bien que lo están llevando desde sus maravillosas casas con jardín y espacio donde correr y gritar. Pero yo también soy una afortunada: puedo bajar tres veces al día a pasear a RAE –sí, mi perra se llama Real Academia Española; vuelvo a demostrar que soy una pedante– y no tengo que hacer malabarismos ejerciendo de profesora, de madre y de educadora entre mis cuatro paredes.

RAE es, además, y no es amor de compañera sino lo que todos dicen de ella, la perra más buena del mundo, y en casa se dedica a mirarme con amor cada vez que levanto la vista del ordenador, y a darme unos mimos y unos lametones de vez en cuanto. Ella también se da cuenta de que las cosas no andan bien. Está tristona, cabizbaja y no soporta verme llorar cada noche cuando salgo a aplaudir a la terraza. Supongo que entiende a su manera lo que estamos sufriendo y, sobre todo, huelen mejor que nadie nuestro miedo.

RAE baja contenta de igual modo, aunque sus paseos sean muy cortos, y mira extrañada los guantes que me pongo para ir abriendo puertas. Le extraña que no le permita jugar con otros perros, aunque solo nos hemos cruzado con dos en estos días, y me trae piedras moviendo el rabo para que se las tire. Anoche corrimos juntas como dos energúmenas. Yo, que siempre he odiado correr, ahora echo de menos poder hacerlo. ¡Cómo es la vida de caprichosa! ’

Ahora más que nunca me siento muy afortunada porque llegase hace ocho años a mi vida, en el peor momento de mi historia. Cuando me vi sola y con el corazón viejo y lento. Hoy es ella, una vez más, la que me consuela y me lame las heridas y quien me mira con sus ojos avellana, llenos de paz, para decirme sin palabras que todo esto pasará y que dentro de poco estas letras solo serán recuerdos.