España es un gran Estado, fuerte, herencia de aquel Imperio que fue capaz de gestionar territorios en todo el globo, lo que requería una notable fortaleza administrativa con la que gestionarlos a miles de kilómetros de distancia de forma epistolar. Esta cultura colectiva se ha transmitido de generación en generación hasta nuestros días.

La recentralización de las autonomías se ha hecho con total normalidad gracias a la fortaleza de un ordenamiento jurídico que lo tiene todo previsto, incluso lo que se hace con la espera de que no sea usado en la vida.

Un acuerdo del Consejo de Ministros publicado en el BOE ha sido suficiente para que todos los recursos de los diferentes niveles de la administración y de las empresas privadas se pongan al servicio del Estado. Una suerte de 155 sin aspavientos por causa de fuerza mayor.

Desde el último retén de la policía local de España hasta los cuerpos de la Policía Municipal de Madrid y de la Guardia Urbana de Barcelona, unidades de los dos ejércitos y la Armada, policías portuarias y autonómicas trabajando bajo un mando único para garantizar el confinamiento de la población. Al igual que los sistemas sanitarios de las 17 comunidades autónomas bajo la coordinación de Salud Pública, así como toda la sanidad privada.

Son solo dos ejemplos, los más visibles, que evidencian que disponemos de una arquitectura jurídica sólida que permite actuar con celeridad y eficacia ante retos descomunales.

Sin contar con un cuerpo de abogados del Estado, juristas de primer nivel que superan exigentes oposiciones y nuestro ordenamiento jurídico, nada de lo anterior, la punta del iceberg de todos los resortes de los que disponemos, habría sido posible.

La lentitud y la burocracia que caracteriza a la administración desesperan a ciudadanos y empresas, también a los políticos que ven cómo sus iniciativas no avanzan al ritmo que desean para colgarse medallas, y no están exentas de críticas sin que, en ocasiones, los funcionarios al frente del tinglado levanten una ceja.

Sin ánimo de ser exhaustivo porque no es el objeto de este artículo y, además, es imposible que lo sea porque no soy un experto, la aprobación de un planeamiento municipal requiere informes de multitud de departamentos de los diferentes niveles de la administración. Recursos Hídricos, Aviación Civil, Costas, Ministerio de Defensa, Movilidad, Puertos, Telecomunicaciones, Carreteras, Energía, Minas, Industria, Comercio, Medio Ambiente, Agricultura… Prima la seguridad jurídica y que cuando tocan arrebato, no haya vías de agua, ni zonas de sombra.

Las personas. Este andamiaje jurídico y esta arquitectura institucional están en manos de altos funcionarios del Estado que trabajan a nuestro servicio, independientemente del Gobierno. Y que hacen cosas de las que no tenemos ni idea, algunas incluso sin aparente utilidad en toda la vida laboral de más de uno. Les pagamos bien y nadie lo pone en cuestión. Forma parte de esta cultura de Estado que tenemos en el ADN y que no sucede en otros sitios donde el estado es más débil o simplemente no existe.

Según explicaba Javier Mato en Periódico de Ibiza y Formentera el viernes, el pecado original de la crisis del coronavirus en España es fruto de un error inexplicable y del que tardaremos años y miles de millones de euros en recuperarnos de los funcionarios del Ministerio de Sanidad que decidieron tratar la enfermedad como un virus del grupo 2, en lugar del grupo 4. Ambos estadios tienen protocolos de actuación perfectamente definidos. El grupo 4 nos habría permitido adelantar semanas una resolución que a estas alturas es incierta.

El postureo del Gobierno. A este inexplicable error se le suma que estamos en manos de un gobierno de influencers irresponsables y que, en lugar de hombres de estado, mandan expertos en marketing político. La tormenta perfecta.

Nadie tiene duda alguna en que es imperdonable permitir el aquelarre feminista del 8-M por mero interés partidista y tardar tanto en reaccionar. Solo estas decisiones merecen que se vayan a casita cuando acabe esto.

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El Gobierno tiene una enfermiza prioridad en vendernos la moto, en lugar de resolver los problemas. Discursos empalagosos, excesivamente largos y sobreactuados, repuestas precocinadas y por escrito con el único objetivo de lavar la imagen de un político sobrepasado.

Escudo social, no vamos a dejar a nadie atrás, movilizar 200.000 millones, el 20 % del PIB sin saber de dónde saldrán 70.000, presupuestos de reconstrucción, plan de choque sin precedentes, cadena de solidaridad, los suministros garantizados durante un mes... Son mensajes ahora mismo y, lamentablemente, vacíos.

Medidas y contramedidas durante toda la semana demuestran la improvisación de un gobierno al que La Sexta aplaude con las orejas. Si gobernara el PP, estaría alentando escraches en La Moncloa.

Todos los gobiernos cometen errores. Los cometió el de Aznar con el Prestige, algunos imperdonables como el 11-M, De la Serna con las nevadas, Armengol con las riadas... Este también.

Lo que es más que un error y nos dibuja con nitidez la irresponsabilidad del mismo es que un vicepresidente, líder de uno de los dos partidos del Gobierno, en cuarentena porque su mujer está infectada, se presente al Consejo de Ministros del sábado y días después ofrezca una rueda de prensa con el ministro de Sanidad a su vera. Su actuación es contraria al espíritu del estado de alarma y un mensaje devastador para los que se la cogen con papel de fumar para saltárselo.

Preocupante también que en plena tormenta se inviertan recursos en que este personaje se cuele por la puerta de atrás en la cúpula del CNI, donde se encontrará a quien solo se preocupa de que su jefe quede bien y gane elecciones.

Los socios y la oposición. Que un partido de gobierno y los socios de la investidura pierdan el tiempo, con la que está cayendo, en caceloradas contra el rey emérito y cansen con discursos extemporáneos sobre autogobiernos no infunde tranquilidad.

Sí han estado a la altura, en líneas generales, los partidos de la oposición. Momento de arrimar el hombro y de no perder el foco. Tiempo habrá para pasar cuentas.

Armengol, a la altura. La presidenta del Govern, Francina Armengol, en cambio ha demostrado estar a la altura de la circunstancia. Ha abandonado la palabrería vacía y se ha centrado en lo importante. Dio muestras de improvisación cuando decretó el cierre de los colegios solo horas después de haberlo descartado.

Hizo bien en reclamar el cierre de nuestras fronteras. Al igual que Vicent Marí y Alejandra Ferrer. También ha reaccionado bien el Ejecutivo balear para enmendar la chapuza de Fomento del cierre parcial de puertos y aeropuertos, ya que no podemos quedarnos sin vuelo alguno mientras más de la mitad de la población sigue yendo a trabajar.

La sociedad civil, también. Esta crisis del coronavirus nos está dando lecciones a diario. Y no pocas. Individuales y colectivas. Mayoritariamente, muestras de solidaridad y de civismo, lo que sin duda es motivo de orgullo colectivo de pertenencia a una gran nación, como la nuestra.

Las excepciones de aquellos que no se han dado cuenta de que el virus campa a sus anchas en cualquier rincón de Ibiza y que, por lo tanto, se exponen a ser contagiados y a contagiar contrasta con la responsabilidad mayoritaria de la población que estoicamente se queda en sus casas, a pesar de no tener síntoma alguno.

Emocionante ver la intensidad del sincero agradecimiento diario desde los balcones a los héroes que, estos sí, forman nuestro escudo ante el coronavirus desde los hospitales, centros de salud y unidades móviles. Infinito agradecimiento a todos ellos.