Recuerdos de otras guerras.

Yo no quiero regalos, ni cenas, ni viajes a lugares paradisíacos. Yo no quiero muestras de cariño forzadas ni exaltaciones de amor; solo quiero que dentro de unos meses, cuando todo esto termine, me puedas seguir leyendo. No me importa si te gustan mis artículos, si consideras que soy mala periodista, o si no te caigo bien, realmente lo único relevante es que todos podamos seguir creciendo y que parte de este cuaderno de bitácora se quede en el ADN de nuestras historias, enterrado en los días oscuros que la memoria aprende a desdibujar para quedarse solo con lo bueno. De esto nuestros abuelos, esos que a algunos les importan poco, saben bastante.

Yo solo tengo uno vivo, creo, pero hace tantos años que abandonó a su familia, su tierra y sus valores para hacer fortuna en Venezuela, que no puedo contarles nada de su historia, ni sobre cómo pasó los días tristes de aquella otra guerra, la que se lidió entre hermanos y que hoy nos suena remota.

Mi abuelo Miguel, en cambio, al que quise por los dos, sí que hablaba a menudo de ella, o al menos lo hacía cuando yo le preguntaba. Se marchó hace más de veinte años para hacerse cosquillas con mi abuela en el lugar al que van las almas limpias, y no me enteré muy bien entonces del bando al que pertenecía. Era mi abuelo, y para mí siempre fue de los buenos, porque ante la boca de un arma los lobos siempre enseñan los dientes, defiendan a quién defiendan, y los hombres siempre lloran. Algo parecido a lo que está pasando hoy entre unos y otros, que en vez de remangarse para arreglar este desatino juntos, lo hacen para darse puñetazos. ¡Qué triste es esa política, la de los que solo vomitan y nunca cocinan! No hemos aprendido nada…

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Mi abuelo me contó cómo huyó de un pelotón de fusilamiento y de qué manera recorrió cientos de kilómetros andando para ponerse a salvo. Por él supe qué eran las cartillas de racionamiento, dónde se escondieron soldados de sendos colores y la realidad de los confinamientos de entonces, los que llevaron a miles de personas a vivir durante años escondidas en armarios o en trasteros. Por eso, cuando nos quejamos de lo mal que lo estamos pasando y de lo lentos que pasan los días, debemos pensar en él, en ellos, en su hambre, en su miedo y en su frío, porque los nuestros no son sino «problemas del primer mundo». En estas semanas de confinamiento llegará un momento en el que perderemos la cuenta del tiempo que llevaremos encerrados en casa, o puede que al contrario, y como hacía mi tío Pedro cuando le preguntábamos si echaba de menos el tabaco, que sepamos los días, las horas y los minutos exactos que han transcurrido, pero, sea como fuere, es imprescindible que recordemos siempre que lo verdaderamente importante es volver a salir y, para eso, debemos ser pacientes y quedarnos en casa. Esta premisa se está repitiendo hasta la saciedad y hay quienes la ponen en duda ante las cifras de nuevos contagios y de decesos, pero no podemos olvidar que los número que nos dan y que nos seguirán dando nunca serán los reales, porque solo se han hecho pruebas a los ingresados graves y, por lo tanto, los cientos de miles de personas que están pasando como pueden el bicho verde en sus casas, sin saber si lo es o si no lo es, también son parte de esa lista. Por eso, aunque parezca que no arreglamos nada, sí que lo estamos haciendo.

Vamos, si no les importa, a quejarnos menos, como hacen esos supervivientes de guerras, de campos de concentración, de enfermedades, de pérdidas y de hambrunas a los que hoy nadie puede despedir ni rendir el homenaje que se merecen, porque ellos siguen siendo el espejo, el ejemplo en el que debemos reflejarnos, y porque eso era algo que se nos había olvidado.

Para mi abuelo, el bueno, no había tesoro más valioso que su familia; nada tenía más relevancia que sus siete hijos y ese octavo que murió al nacer y que siempre recordaba, y sus nietos éramos la mejor herencia que dejó. Recuerdo perfectamente su olor, los caramelos que salían de su bolsillo como de una chistera, y que verle siempre era una fiesta. Antes de morir me pidió que escribiese un buen libro y que le citase. ¡Quién sabe, abuelo, si tu ‘chatita’ terminará encuadernando estas páginas para no olvidar nunca que un día estuvimos encerrados y que, gracias a eso, aprendimos a ser como tú: de los buenos!