Lo han leído bien, no es bizcocho relleno, que también, sino en el rellano. Mi vecino Fer, creo que ya lo conocen (sí, ese que es cocinero y también uno de nuestros mejores amigos), ha tomado la costumbre durante este confinamiento de dejarnos los fines de semana bizcochos de distintos sabores y formas en la puerta para convertirlos en días especiales. El próximo sábado amenaza con hacer churros caseros y chocolate, todo con la complicación de tener que cocinar sin lactosa ni gluten por las diversas intolerancias y alergias de esta que les escribe.

El de este fin de semana, cuya última porción me he comido como si me fuese la vida en ello con el café de esta mañana, era de color rojo y sabía a ‘pastelito’ de Pantera Rosa, algo que no osaba disfrutar desde hace, exactamente, una década. Cuando le pregunté qué llevaba me respondió que era «el clásico bizcocho de vainilla, con trocitos de arándanos y coco rallado, colorante de pastelería y relleno de mermelada de papaya y de naranja». ¡Ya lo ven, seguro que ni mi amigo Pepe Rodríguez, de Máster Chef, hubiese sabido dilucidar tal profusión de sabores! Así, Fer me alegró el fin de semana. Bueno, él y mi novio, que se batió con un pollo payés de 4 kilos para cocinarlo al horno y hacerme disfrutar como una enana durante dos días en los que he escrito, he limpiado, he pintado un cuadro (bastante inquietante, por cierto) y he tomado el vermú virtual con mis amigas de Madrid y con mi hermana y sobrinos. El viernes cené, además, con toda mi pandilla de amigos a través del ordenador y brindé y me desternillé de la risa con ellos hasta que la batería decidió cortar la llamada.

Estas son nuestras nuevas rutinas. Porque, no nos engañemos, necesitamos organizarnos y ordenar las horas para que no se hagan eternas y nos consuman. Hemos pasado de despertarnos corriendo, ducharnos deprisa, ir al trabajo a toda velocidad, dedicarle diez o doce horas, comer rápido para seguir trabajando, hacer deporte, por obligación en la mayoría de los casos, y cenar agotados para despedir el día, a estar encerrados 24 horas en casa. De pronto tenemos tiempo, ese bien tan preciado que parecía un lujo, y no sabemos qué hacer con él. No hemos aprendido y seguimos con los teléfonos y con las tabletas pegados a los ojos, sin intentar ver lo que hay tras ellos: nuestras familias, nuestras parejas, hijos y amigos. ¿Cuántos libros dejamos a medias o qué llamadas no hicimos porque no podíamos o no era el momento? Vamos a sacudirnos la pereza y a recrearnos ahora que podemos en recordar qué es importante y a quién queremos volver a abrazar, y vamos a decírselo, para que no nos olvidemos.

Necesitamos dejar que el despertador siga sonando, repetir hábitos de otrora, como ducharnos, vestirnos e, incluso, seguir usando corrector de ojeras y máscara de pestañas al menos, para que las sonrisas sean más dulces. Necesitamos creer que todo esto pasará pronto y que dentro de muy poco lo recordaremos como una pesadilla que terminó.

Les cuento todo esto, porque parece que en esta bitácora estoy desgranando más las vidas de otros que la mía propia, y les pido disculpas si algunas veces me despisto y me olvido de que esta página fue concebida como un diario de mi vida cotidiana en vez de como un cuaderno de ideas y de anécdotas atropelladas. Lo que ocurre es que creo que todo lo que pasa a mi alrededor es más importante e interesante que yo y desde esta atalaya quiero construir, necesito sumar y provocar sonrisas, lágrimas, reacciones o lo que sea. Quiero despertarme a mí misma y a quienes quieran leerme, para recordarles y recordarme que nunca volveremos a ser los mismos, y que jamás me sabrán tan buenos como hoy los bizcochos que me regala algunas mañanas mi querido vecino Fer.