Bragas rojas.

Lleva tirada en el descampado dos semanas. Sola y desamparada, como el cadáver de una guerra en la que perdimos la libertad. Cuando bajo a RAE para que haga sus necesidades la veo ahí y siento añoranza por los objetos extraños que he visto tantas veces en ese pedazo de tierra sin nombre. Preservativos de todos los colores y tamaños, restos de botellón, muebles, plantas abandonadas o heces humanas suelen ser algunos de los obstáculos a los que me llevo enfrentando 8 años desde que mi compañera perruna y yo frecuentamos esa parcela de nadie. Ahora parece el escenario de una película de terror, donde los humanos somos una especie en extinción.

Son unas bragas rojas de las buenas. No se parecen en nada a esas que compramos o que regalamos para comenzar bien el año y que tememos usar por si se desintegran entre nuestras carnes. Esas que después no tiramos por pena, por síndrome de Diógenes o por melancolía de aquellas Nocheviejas añejas y que conviven apiladas al final del cajón de la ropa interior. Las bragas de mi descampado son de las que usas para ser y para hacer feliz y de aquellas que reivindican quién eres. No se crean que me he acercado mucho, pero sé diferenciar tejidos cuando los veo.

Ayer, mientras daba la vuelta a la manzana esperando a que RAE soltase lastres, cerré los ojos y respiré profundamente. Sé que tengo suerte por poder bajar a la calle, aunque sea en paseos de cinco minutos en los que me turno con mi chico. Durante ese tiempo ambas jugamos con un palo, corremos y, sobre todo, aspiramos vida. Últimamente percibo cada pequeña cosa y obvio el teléfono, ese al que siempre estaba enganchada. Es nuestro momento y ella lo sabe. Escucho sonidos nuevos: ranas croando, pájaros de todo tipo, lagartijas jugueteando entre matorrales y otros perros saludándonos a lo lejos. Los aromas compiten para destacar entre hierba recién cortada y primavera profunda. Estos días huele, además, a petricor, esa preciosa palabra de origen griego que describe el olor que se produce al caer la lluvia en los suelos secos. ¡Es tan agradable, que por un momento me siento culpable porque somos nosotros la especie invasora que había roto la magia del planeta y que ahora percibe de qué manera este vuelve a florecer en nuestra ausencia!

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Y, mientras, las aceras siguen estando rotas, levantadas y abandonadas. En 15 años no he visto nunca que nadie se preocupe de su estado. De hecho, somos el único barrio sin luces en Navidad. Sigo caminando y llego hasta el bar de la esquina, ese donde siempre tomábamos el café o el vinito de la noche y que me recuerda tímidamente con sus luces encendidas cómo hace tan solo un mes el futuro no nos preocupaba.

Las bragas rojas son la metáfora de lo que sentimos. Saludamos al año que llegaba felices, cambiando de década y creyendo que estos serían los nuevos felices años 20. Siempre nos han gustado los números redondos y pares, y sí, parece que se repetirá la gran depresión de hace un siglo. «¡Este será nuestro año, ya lo verás!», aseguramos mientras brindábamos y hacíamos malabares para no atragantarnos con las uvas.

Puede que la propietaria de esas bragas rojas las lanzase desde una ventana enfadada con el destino y culpándolas de la mala suerte que hemos tenido o, quién sabe, tal vez tuviese una noche de pasión y las recuperase del cajón de la lencería olvidada para esconderse de sus pensamientos. ¿Y si las perdió o si las usó como mascarilla? No sé su historia, solo que, estos días, son la nota de color de esta distopía que no acaba.