Imagen de un control en el aeropuerto.

Julio de 2020) Certificado de residencia, ¡y el sanitario que avale que no he sufrido el COVID-19 en la última semana! Llevo puesta la mascarilla, y varias de repuesto, guantes, todo lo esencial dentro de la maleta, el DNI y los billetes. Sí, parece que está todo preparado para poder volar a “casa” siete meses después de la última vez, cuando fuimos a promocionar la isla de Ibiza en Fitur, parece mentira... Yo, que llevo casi la mitad de mi vida en esta isla, siento hoy más que nunca la ausencia de mi tierra y una necesidad infantil de sumergirme en ella para que me acune y me diga que todo ha pasado.

Me imagino hablando sola y dando vueltas de una habitación a otra en un diálogo absurdo conmigo misma para evitar olvidarme de cualquier cosa esencial en mi primer vuelo tras el confinamiento.

Lo que no sé es si los aeropuertos estarán a la altura de mis expectativas futuristas que incluyen arcos de toma de temperatura, zonas acotadas para respetar la distancia de seguridad, un incremento por ello de las cintas y de los equipos de protección, test rápidos para efectuar a los pasajeros a la salida y a la llegada de cada destino y aviones en los que, por primera vez, volaremos con una distancia de 1,5 metros entre pasajeros, ¡todo un lujo! Teniendo en cuenta que las compañías aéreas ya nos han engañado con el incremento del descuento de residente, que aunque se amplió hasta el 75% “sufrió”, como por arte de magia, una subidita proporcional de los precios para que no lo notásemos nada, los trayectos serán mucho más caros cuando nos dejen volar atendiendo a esa pérdida de la rentabilidad que les supondrá no hacinarnos como pollos y tener que sufragar o incrementar los controles de acceso. Porque esa es otra pregunta que me hago, ¿quién pagará todas estas medidas absolutamente necesarias para que esta bitácora se convierta en una realidad y no en otra distopía?

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No sé por qué en esos aeropuertos futuristas de los que les hablo, y en los que sí que podríamos viajar sin miedo, ya que no pondríamos en peligro a destinos turísticos como Ibiza, me imagino a señores muy altos vestidos de blanco y a un par de astronautas andando muy despacio y saludando con la mano. La presencia de militares ataviados con grandes armas es más un recuerdo de otras alertas pasadas, cuando el terrorismo olía a bombas y no a virus y los pilotos, pilotas, azafatos y azafatas (porque no desglosar todos los géneros es incorrecto política y gramaticalmente) no nos podrán ofrecer en el vuelo ni una agüita para que nuestras mucosas no expongan al resto del pasaje.

Al llegar a Madrid volverán a sacarnos sangre y yo me marearé de nuevo. No sé si podremos sentarnos a tomar un cafecito para que me suba la tensión y se me escurra el canguelo, porque tal vez los bares del Adolfo Suárez Madrid Barajas (qué nombre tan largo) estén cerrados, y a ver si conseguimos un coche de alquiler bien desinfectado y que no nos inocule el bicho. Iremos despacito hasta Aranda y preparados para que nos pare la Guardia Civil si toca y cuando lleguemos no sé si podremos abrazar a mis padres, besuquearles y llorar a moco tendido todas estas lágrimas de angustia que estamos almacenando a mares.

Me sube la temperatura solo de pensar que tal vez esta odisea no sea completa y que en este periplo deba elegir entre estrujar a mis progenitores o a mis hermanos y sobrinos. Lo que sí que tengo claro es que, sea como fuere, volveremos a volar, pero no a cualquier precio.