Flamencos en Ses Salines. | DANIEL ESPINOSA

Cuando dentro de diez años lea estas páginas no sé si recordaré la fragancia de esta primavera rara que olía especialmente bien pero que, como las flores delicadas, se marchita al tocarla. Me encantaría ponerle nombre a este extraño aroma que tiene matices de sol, de lluvia, de trinar de pájaros y de naturaleza desbocada, de limpieza y de una dicotomía entre libertad y clausura obligada. Nuestro encierro ha supuesto que cientos de especies recuperen su mundo, ese que les hemos ido robando a pasitos y sin pedir permiso. Los delfines hacen piruetas en el puerto de Ibiza, las garzas convocan concursos de canto con las ranas, las golondrinas se posan de pronto en la barandilla de mi terraza o las gaviotas vuelan desafiantes cerca de mi ventana. No sé cómo llamarlo, porque tiene un color distinto y obliga a cerrar los ojos para inspirarlo, algo así como lo que me provoca comer bajo una higuera y sentir a ratitos los efluvios de la fruta y de las hojas deseando estallar. La quietud, el silencio solo apagado por el trinar de los pájaros y el zumbido de las abejas que se pasean tranquilas entre las calas que han florecido más hermosas que nunca en mi terraza, se mezclan con esta sensación de paz que me invade estos días. ¡Qué curioso, paz en esta guerra!

¿Cuántas veces nos habían hablado de técnicas de relajación o de mindfulness, de sentir el aquí y el ahora, de concentrarnos en el presente y en este instante mágico? Y de pronto lo comprendemos todo, caminamos despacio y somos capaces de tumbarnos al sol sin hacer nada. Ahora paseo a RAE en esos cinco minutos de comunión que compartimos en nuestro descampado, sonriendo sola y canturreando. Y hasta limpiar la casa me parece una tarea amena, porque gracias a eso disfrutaré de un espacio hermoso y ordenado donde me detendré a observar cada pequeña cosa que antes no veía.

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Es una sensación que no tenía desde que estaba en la universidad, cuando en la época de exámenes anteponía cualquier tarea, por tediosa que fuese, a estudiar el temario, y me sentía feliz por convertir el armario en un lugar perfecto, con la ropa clasificada por colores, la mesa de estudio impecable y las ventanas transparentes para poder mirar al cielo.

Hablo mucho con esa chica, la que a los veinte años soñaba con ser esta otra que les escribe. Sus ambiciones eran escribir una columna de opinión, ser periodista, pero sin aburrirse nunca, presentar grandes actos, vivir cerca de la playa, tener un perro con el que pasear y un compañero de vida para disfrutar de todo eso multiplicado por dos. Cuando hablamos, ya sea a través del cuaderno de versos que rasgo cada noche o a través de instantes como este en los que yo la evoco y donde ella, desde los recuerdos, me sonríe, me da las gracias por no haberme cortado la coleta y por seguir siendo una loca soñadora que cree que si se desean las cosas mucho y se lucha por ellas se consiguen. Al final las dos somos la misma que canta cada día una canción con su karaoke y la cuelga en sus redes sociales para que sus amigos de ayer, de hoy y de mañana se entretengan e, incluso, se rían. Ese tipo de personas que están convencidas de que esta pandemia nos convertirá en alguien más pleno, no sé si mejor, pero sí más consciente y más agradecida con la vida.

Dentro de una década, cuando supere los 50 y hable con la mujer que aporrea ahora mismo este teclado con el aire alborotándole el pelo, estoy segura de que las dos recordaremos el día en el que quise inventar una palabra que definiese un aroma a un futuro nuevo, en el que la incertidumbre aporta las notas ácidas a la dulzura del despertar de una primavera incierta. Tal vez sea esta: salvendia.