Una nueva normalidad. | Arguiñe Escandón

Términos bélicos, miedo colectivo, vecinos convertidos en inspectores que vigilamos desde las terrazas y la indignación sobrevolando nuestras casas con aroma a cárceles. Todavía nos parece surrealista, pero llevamos 46 días y 46 noches confinados. El doble de lo que supuestamente se precisa para acostumbrarse a un cambio de hábitos y, aun así, nos está costando asumir que, aunque recuperemos la libertad, aunque podamos salir a pasear o a intentar ganarnos los cuartos, nuestras vidas serán ya otras. Y eso es algo ante lo que sacudimos la cabeza y la llenamos de pájaros, que ahora proliferan libres, o de críticas que vomitamos en redes sociales y balcones sin ningún filtro salvo el que nos aplican los que han sabido convertir la censura en un eufemismo.

Y aunque todo esto pase, porque pasará, nosotros, los de entonces, como decía Neruda, ya no seremos los mismos. No veremos playas atestadas este verano, ni presenciaremos reencuentros emotivos en los aeropuertos. No pillaremos a parejas besándose en los portales ni a borrachos protagonizando exaltaciones de la amistad nocturnas. No bailaremos rozando a desconocidos en discotecas ni en conciertos, ni escogeremos los mejores pinchos apoyados en la barra del bar de la esquina. No sé cuándo nos atreveremos a probarnos ropa en las tiendas o asistiremos a eventos de aperturas de hoteles o de restaurantes, si es que nos invitan, y los cierres serán una palabra del pasado porque una puerta que no se abre tampoco puede recibir un portazo.

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Quienes soñaban con una Ibiza sin turistas, vacía y en la que solo pudiesen bañarse los nativos al abrigo de un bocadillo de tortilla, verán cumplidos sus deseos, aunque puede que con mascarilla y 10 metros de distancia entre ellos se les atragante el silencio. Y a mí ya me aburre este clima de enrarecimiento y de enfado infantil. Nadie quería esto, ni lo esperaba, ni lo celebra y desconocemos si habrá nuevos brotes, más muertes u otros confinamientos. Lo cierto es que los de arriba van dando palos de ciego y aunque no creo que nadie tenga en su poder un báculo para saber cómo atajar esta crisis sin precedentes, agradeceríamos un poquito más de eficiencia y menos oportunismo, más que nada porque el juego de la política ahora debería cambiarse por un pacto de caballeros y de señoras. En las islas están dando ejemplo y parece que todos quieren arrimar el hombro y escuchar las propuestas de cada colectivo, sin importar su color o sesgo. ¡Que palabra tan preciosa “escuchar”! Más que nada porque de esa acción tan sencilla surgen “ideas” que es otra fusión de letras de las que suman.

Recordaremos aquel verano de 2020 como el más nefasto de todos los tiempos, un lugar donde los abrazos eran el bien más codiciado y la soledad impuesta la peor condena. Pero es lo que hay, de nada sirve darnos en el pecho y cagarnos en los murciélagos, en los chinos o en los inconscientes que no supieron ver los cañones cargados apuntándonos, porque debemos reescribir nuestra historia y reinventarnos. Yo me cambio de juego y me sumo al de quienes apuestan por una nueva normalidad, donde los nuestros sigan tirando los dados, aunque tengamos menos billetes para apostar, pero juntos, libres y sanos.