El armario. | Imagen de JamesDeMers en Pixabay

No hay una manera mejor de renunciar a ir de compras que guardar la ropa de invierno para sacar la de verano. En esa ardua tarea a la que he dedicado el fin de semana he descubierto prendas que no recordaba, pero que he vuelto a guardar en torres imposibles por si un día decidiese rescatarlas, he sonreído al doblar vestidos en los que sé que nunca volveré a entrar o camisas con las que viví momentos tan mágicos que se merecen seguir acompañándome aunque sea al abrigo de una percha olvidada. De esa guerra he sacado dos bolsas repletas que regalaré como cadáveres exquisitos de otras vidas y la vergüenza se ha colado en mis colmillos cuando he visto que algunas llevaban todavía las etiquetas puestas. Las he estirado y me he prometido a mí misma estrenarlas, si el tiempo nos lo permite, en esta tan ansiada Fase 1, con la alegría desmedida de las primeras veces.

En una discusión que mantuve hace años con un fisioterapeuta cubano, este arguyó que en democracias como las nuestras también se cuelan determinadas dictaduras, aunque en este caso vengan disfrazadas de modas e impuestas por grandes empresas. Mientras aquel hombre atravesaba con fiereza una de mis contracturas me recordó que si ellos sufrían un régimen que les privaba de libertad, nosotros estábamos sometidos sin ser conscientes de ello al capitalismo más desmedido, ese que nos hace creer que necesitamos muchas cosas para ser felices. Al menos este confinamiento nos está abriendo los ojos para recordarnos qué es verdaderamente importante y qué no.

He recordado aquella conversación mientras ordenaba mi armario en el preciso instante en el que he encontrado aquel pantalón tailandés que me vi obligada a comprar para poder entrar en una mezquita de Koh Samui. Las cosas muchas veces tienen también sus historias cosidas.

La consumista que me habita está algo refunfuñona y le cuesta asumir que en esta ‘nueva normalidad’ debemos aprender a comprar con criterio. No está muy convencida y me intenta seducir para que, ahora que estamos pasando tanto tiempo en casa, renovemos los cojines de la terraza o adquiramos al menos algunas piezas primaverales para vestirla de fiesta. Yo la he calmado con tareas de bricolaje, pintando muebles de un blanco brillante o mostrándole cómo nuestras plantas han crecido y están cargadas de flores, pero aun así ella no se da por vencida. No es que se aburra, porque es capaz de pasárselo bien con tareas tan cotidianas como engancharse a un buen libro, pero ser la hija pequeña en una familia en la que heredaba la ropa de dos hermanos, de cinco primas y de varios amigos cercanos la ha llevado a coleccionar cientos de prendas que afirma con fiereza que necesita por su trabajo.

Ella, la consumista, y yo, que albergo a muchas otras mujeres distintas, nos reímos entre dientes con la colección de blusones de playa que hemos colgado primorosamente, porque pensamos pasearnos y teletrabajar con ellos desde casa y, eso sí, hemos llegado a un acuerdo y le hemos declarado la guerra al color negro.

Dicen que la crisis económica que vendrá tras esta distopía será de tal calado que moverá los cimientos de nuestras rutinas, yo al menos la enfrentaré con el armario lleno y las sonrisas calientes.