Aislados de David Marqués

Aislados es una película de David Marqués y una metáfora de la sensación de confinamiento doble que sufrimos en las islas.

Cuando me vine a vivir a Ibiza, mis amigos me recordaron que estaríamos a un vuelo de distancia, que sería en muchos casos insondable económica y logísticamente. En seguida me di cuenta de que era verdad. Fue cuando comenzaron a casarse en tropel y me invitaban a una media de entre cinco y siete bodas por verano. Esos años tuve que renunciar a alguna que otra ceremonia y, por supuesto, a las despedidas de soltera, porque con mi nómina en la radio me resultaba imposible hacer equilibrios y pagar tantos desplazamientos.

No solamente era el coste de los billetes, que ya de por sí era alto, sino también los traslados una vez aterrizados en la Península, los vestidos y los accesorios (porque en la misma tribu no se repite atuendo, o al menos esa era la consigna), y los regalos que debían, como mínimo, servir para pagar a los pobres novios el cubierto. Hubo quien lo entendió y quien no. De aquellos lances tuve bajas en el camino, porque si hay algo que te enseña la edad es a descartar a quienes tienen la mala costumbre de hacerte sentir culpable por aquello que no puedes evitar. Después pasaron los lustros y dejé de tener tantas invitaciones. Ya no estamos en edad de bodas. De mis pandillas del colegio, del instituto o de la universidad quienes no se dieron el “sí quiero” antes de los 30 fue porque en algunos casos se separaron y en otros escogieron “vivir en pecado”. En la cuarentena tengo a lo sumo un enlace al año fuera de Ibiza y otro más en la isla, lo que alivia la logística y los gastos de desplazamiento. Alguna comunión y bautizo de mis sobrinos y ahijados se cuela de por medio, pero se ciñen a encuentros familiares que nos sirven para tener una preciosa excusa con la que reencontrarnos con los nuestros.

Les escribo todo esto porque últimamente me estoy acordando mucho de aquellas palabras y de lo que significa ahora estar aislados. No podría decirles el número de veces que me han preguntado si no me agobiaba vivir en una isla y haber adquirido por ello esa sensación de ausencia de libertad, de no poder elegir cuándo quieres irte a ninguna parte. Aquellas noches en las que decidíamos coger el coche e irnos a ver amanecer a Santander o los domingos locos en los que nos hacíamos 300 kilómetros para ir al cine. La respuesta siempre había sido negativa… hasta ahora. Esto ya no va de dinero ni de bodas.

Durante el confinamiento, estar separados ha sido y es más real que nunca. Ahora no podemos ir a ver a nuestros padres ni saltar de isla en isla. Los aviones son pocos y solo están permitidos a quienes viajan por motivos laborales demostrables y no sabemos cuánto tiempo durará este encierro. La incertidumbre sobre posibles cuarentenas, el miedo a contagiarnos del bicho y los precios por los pasajes nos alejan cada día. No es pesimismo, sino capitalismo: ante menor oferta los precios subirán. Cuando todo esto pase, porque pasará, aunque esté inoculado de esa puñetera ‘nueva normalidad’, los desplazamientos nos parecerán tan caros como en aquella juventud en la que íbamos de higos a brevas, de misa en misa y de banquete en banquete.

Por cierto, si no han visto Aislados se la recomiendo, en tiempos de crisis el humor y las comedias salvan también vidas.