Aparecen en las calles tirados, ocupando las aceras, como cadáveres pavorosos. Son colchones abandonados. Nadie sabe por quién ni cómo. Algunos especulan que son las cenizas de los muertos por el Covid y otros simple basura. Ayer vi uno en el descampado donde RAE hace sus cosas y a veces encuentro bragas rojas. No creo que perteneciera a ningún fallecido por el bicho, ni que el miedo sea la causa de su orfandad en mitad de la nada, sino que atribuyo su autoría a la misma persona que dejó al lado un montón de tierra seca, piedras blancas, un termo y dos sillas raídas.

Son las ruinas de ese tipo de personas que se olvidan de que en una sociedad jugamos todos con las mismas cartas y derechos y que una simple llamada a Línea Verde hubiese servido para que recogieran esos enseres que mi perra mira de soslayo mientras se pierde entre la hierba para esconder sus vergüenzas. No sé si les he contado que RAE no es capaz de hacer sus deposiciones en asfalto, sino que precisa del cálido aroma de la hierba o de los matorrales y, en su ausencia, de tierra, aunque sea yerma, para sus desahogos. Venía así educada de serie cuando nos adoptamos la una a la otra hace ocho años y yo atribuí a su pasado en el campo tan nobles costumbres. Por eso nunca he tenido que recoger sus ‘cosas’ de una acera mientras paseamos y ambas miramos con ojos delatores a quiénes dos metros más allá se olvidan de sus restos calientes sin pudor alguno.

Mi madre siempre me ha enseñado que «nadie tiene por qué limpiar nuestra mierda, ni siquiera yo», nos gritaba con la zapatilla en la mano como eterna amenaza, y las madres, al menos la mía, siempre tienen razón. El civismo debería inoculársenos desde pequeños, como las vacunas, y no estaría de más que recordásemos que si nuestras calles están sucias la culpa no es exclusivamente de las empresas de limpieza, sino de quienes las manchan. La metáfora podemos extenderla a la cocina donde un buen chef es capaz de preparar platos deliciosos sin que parezca que ha habido una guerra.

Durante el confinamiento se ha incrementado el número de heces y de orines, también humanos, dispersados por esquinas y aceras. El anonimato hace que los ladrones y los guarros se crezcan. Por eso tal vez deberíamos invertir más en concienciación ciudadana y menos en contratas millonarias, porque eso de tirar papeles al suelo o de dejar las latas de bebida en la playa es más cultural que antropológico, como se demuestra en capitales europeas donde los cadáveres se recogen y no se abandonan.

Volviendo a los colchones, si pertenecieron a una persona enferma y se dejan en la cuneta, esta sería una acción cuanto menos rastrera con las personas, con nombres y apellidos, que salen cada noche a limpiar y a recoger nuestras miserias, porque se les expondría gratuitamente al COVID-19, del mismo modo que quienes arrojan guantes y mascarillas a la vía pública para deshacerse de ellos. Esta distopía no solo nos está enfrentando a la mayor crisis sanitaria y económica de este siglo, sino también a una crisis medioambiental sin precedentes, porque en esta “nueva normalidad” el plástico en forma de materiales de protección, menos placenteros que los que nos aislaban del VIH, terminará anegando no solo nuestras calles, sino también nuestros mares y nuestros bosques. Si vamos a aprender y a salir reforzados de esta historia, estaría bien que lo hiciésemos desde todas sus aristas, recordando que la basura, los enseres y los residuos se deben deposita en los contenedores habilitados para ello y que la mierda es mejor que se quede en casa. Así de simple y de sencillo.