La culpa. | SIphotography

No sé en qué momento se enfundó en mí, pero no consigo deshacerme de ella. Estoy segura de que no nací con esta mochila que se adhiere a mi piel, a mi cerebro y a mi estómago impidiéndome cambiar de vida como el que pasa de fase. Recuerdo perfectamente lo que era vivir sin este dichoso sentido de la culpa, era como volar. Las elecciones dependían de mi estado de ánimo y si quería algo lo cogía y en el momento en el que ya no lo deseaba lo dejaba para siempre. Así, sin más. Era yo quién abría o cerraba las puertas y nadie me inducía a hacer ‘lo correcto’. Podía pasarme tardes enteras inventándome un tipo de meditación, porque en los años 90 no existían los tutoriales que te enseñasen hacerlo, y mi habitación era capaz de transformarse en cualquier sitio con solo encender la radio. La silla de mi escritorio siempre estaba cubierta por decenas de cosas que, en mi impasibilidad, no lograban desconcentrarme, el armario se cerraba a presión y una vez estuve diez días sin hacer la cama.

Algunas veces no estudiaba para un examen, realmente fueron muchas, con el convencimiento pleno de que levantándome dos horas antes y leyendo muy rápido el temario conseguiría rascar un cinco pelado. Obviamente, mi inglés y mi dominio de las matemáticas demuestran hoy que me faltaron horas de codos y de esfuerzo, pero aun así todo salió bien. No recuerdo cuándo comencé a avergonzarme por no dar la talla. Fue de repente, como ese rey que descubrió un día que su traje era un invento y que realmente estaba desnudo. Supongo que fue en la universidad, durante mis primeras prácticas, cuando ser una caradura dejó de servirme para camuflar mi ignorancia. En el instante exacto en el que empecé a esforzarme para agradar, destacar y demostrar quién era, dejé de ser yo misma. Después vinieron los puestos de relevancia, la responsabilidad de resultar convincente y una palabra que hoy está muy de moda pero que a mí en aquel entonces me parecía muy graciosa: la reputación. ¿Qué clase de periodista eres si no defiendes la verdad en las noticias que llevan tu nombre? De ahí nació un pudor salvaje y esta sensación que no se desvanece de ningún modo de estar perdiendo siempre el tiempo.

La culpa es una mochila que pesa tanto como el miedo. Te lleva a no permitirte concesiones. No puedes comer eso porque engorda y debes cuidarte, despiértate antes y aprovecha el día, no dejes que se te escurra entre los dedos, lee la prensa mientras ves el informativo y actualiza tus redes sociales en esos quince minutos de descanso que te concedes después de comer. Haz esa llamada de trabajo pendiente mientras vas a una reunión en el coche o cuando salgas a andar esta tarde llama a esa amiga a la que hace tiempo que no le preguntas cómo está, ¿qué clase de persona eres si no te preocupas por la gente que quieres? Arréglate un poco, no puedes ir con esos pelos, ordena la casa, ¿cómo puedes irte a dormir con los cacharos sin fregar? Cierra el armario o no podrás conciliar el sueño, responde a ese cliente, si te ha escrito en domingo es que será importante. Deja enviado ese email de trabajo porque lo que hagas hoy no se te acumulará mañana. Sonríe, aguanta, sé amable, diles a todos que llevas el confinamiento bien, que lo realmente importante es que tu familia y tu tribu están sanos. No hables de otras cosas, eso sería frívolo y demostraría lo mala persona que eres. Pero, ¿qué has hecho? Se te ha ido el santo al cielo y has perdido dos horas leyendo al sol en vez de hacer algo productivo…

Yo no sé ustedes, pero ahora que me estoy leyendo este capítulo de mi bitácora creo que ya es hora de dar la vuelta a la palabra crisis para vestirla de oportunidad y mandar esta puñetera mochila a tomar viento.