Vuelven las estrellas. | Pexels / Pixabay

Han apagado los leds del edificio de enfrente. Yo no sé si ha sido por el artículo de las Vegas del otro día o porque algún responsable de luces se ha pasado por mi barrio para comprobar la verdad que habitaba entre mi literatura y el complejo de “Big Fish” que siempre me ha caracterizado pero, sea como fuere, anoche volvimos a ver las estrellas, las de verdad. Los mosquitos tigre que este año se han hecho fuertes y han colonizado humedales y piscinas se lamentaron entre picotazo y picotazo de que aquella fuente de luz se hubiese desvanecido y mi vecina Érika recuperó la oscuridad e intimidad de su hogar, al menos por las noches.

Varios amigos me preguntaron si el fulgor de aquellas luces era realmente tan fuerte como les describía o si había ornamentado un poquito de más mis palabras, y mi respuesta fue que por supuesto que había tirado de metáforas, pero que durante varias noches no tuve que encender la luz en el salón para llegar hasta la nevera, y que ninguna farola iluminó con tanto clamor el barrio como esas cintas de pequeños focos cosidas a la fachada del edifico de enfrente.

Los obreros han vuelto a las andadas con sus radiales del demonio, no sé si para quitarlos o para hacerles unos ajustes y, de hecho, hasta que el atardecer no nos acaricie no sabremos ni ustedes ni yo el resultado de sus afanes. Al pasar con RAE a su lado he bajado la cabeza, temiendo que me reconocieran y que clavasen sus miradas de rencor en nosotras, pero hemos sido invisibles, recobrando a los cinco segundos la respiración para poder jugar a la pelota en el descampado de siempre. Ese que, por cierto, también han colonizado con los cadáveres de esa misma obra. Por un lado, han hecho un agujero propio de la entrada secreta al tesoro de Los Goonies, provocado, según mi chico, por una grúa que pesaba demasiado. Por otro, y junto a las bragas rojas que siguen impertérritas sobre un matorral, continúan allí dos mesas llenas de láminas de mármol, tablas de madera y cubos de pintura. En nuestro descampado, que es el cementerio de los objetos olvidados, descansa también un termo usado, dos coches que llevan allí desde el verano pasado y algunas botellas de cerveza. Como es de propiedad privada, me explicaron un día desde el Ayuntamiento, son sus propietarios los que están obligados a limpiarlo y quienes tal vez han autorizado ese rol de vertedero que está adoptando, así que cada vez que RAE y yo paseamos entre sus dominios debemos estar muy atentas para no caer por un túnel secreto que nos lleve hasta un barco pirata cuajado de esqueletos y de joyas.

Por las noches, ahora que no hay leds iluminándolo todo, debemos encender la linterna del teléfono para no tropezarnos. Pero no les cuento esto por quejarme, sino todo lo contrario, para confesarles que hemos vuelto a contar las estrellas y a orientarnos hacia la «nueva normalidad» con un guiño a Andrómeda, nuestra constelación preferida.