Al principio he pensado que era una lavadora y me he acordado de los ancestros del vecino que hubiera decidido centrifugar sus bacterias y sudor antes de las ocho de la mañana. Pero el ruido era demasiado fuerte, como si estuviesen llamando a mi ventana, y me ha obligado a abrir los ojos de par en par para consultar la hora. En ese momento han sonado los pajaritos que viven dentro de mi despertador. Antes tenía otro que me regaló unas navidades el Ayuntamiento de Ibiza y que seguía dándome “los buenos días” con el escudo desdibujado y un pitido que mi novio consideraba infernal. No lo había sustituido porque funcionaba perfectamente y si mi padre fue capaz de seguir usando el de mi abuelo cuando este se marchó sin permitirnos darle el último abrazo, ¿por qué debía comprar uno nuevo si con más de una década a sus espaldas cumplía su función? Además, no hacía ruido por las noches, como el familiar, dorado y con los números de un verde intenso que se podía ver fosforesciendo por la noche al amparo de su rítmico tictac.

Un día llegó un paquete de Amazon y mi chico me hizo uno de esos “sanqueremos” para que tuviese algo más moderno, capaz de reproducir música, cargar el teléfono y despertarme con una luz y un sonido que crecen de forma paulatina, como los besos de primera hora. Les reconozco que es, además, precioso y con una estética vintage que le ha permitido quedarse ronroneando en mi mesilla.

En esencia, que cuando han comenzado a trinar las golondrinas que se arremolinan en sus tripas me he dado cuenta de que el karma me había traído esta vez a mi propia terraza a dos pintores dispuestos a darle una mano de pintura. Comenzaron a poner a punto la fachada antes del confinamiento, en nuestra antigua normalidad, ¿se acuerdan de los albores del mes de marzo cuando el coronavirus era cosa de chinos? Y durante estos meses pararon dejando, eso sí, una gran grúa aparcada en la puerta. Mientras, y como saben, en el edificio de enfrente solo nos dieron una tregua de 15 días y todavía siguen amenazándonos con radiales, mazos y leds propios de Independence Day.

Y aquí me tienen escribiéndoles desde la mesa del salón con tres señores desconocidos moviéndome las plantas, encaramándose por mi barandilla y fregando lo manchado. He cerrado la puerta no por querer ser maleducada, sino porque se han fumado un cigarro y en esta casa somos de la liga antitabaco, y, llámenme clásica, pero para escribir suelo precisar un poco de intimidad o, al menos, de silencio.

Lo han cubierto todo con unos plásticos opacos que me hacen sentir dentro de una sala de aislamiento y RAE ni ha ladrado al ver que varios hombres penetraban en nuestra casa desde un vehículo extraño. Ella se ha quedado en su cama mirándolos con ojos soñadores y moviendo la cola con carita de sueño, mientras que a mí el café me ha sabido raro, como el de esos protagonistas de películas en las que el FBI les pide colarse en su salón y lo llenan todo de micros y de agentes mientras esperan la llamada de un rescate.

Por cierto, los pintores no llevaban mascarillas y he torcido un poco el morro, se han bajado a desayunar, que ya son las 9:30 y es preciso mantener las buenas costumbres, y me han dejado con las paredes a medias. Así que aquí me quedo, enganchada en estas letras y con una decena de cubos, de brochas y de rodillos para inspirarme y poder seguir desgranándoles un nuevo capítulo de esta bitácora.