Que no, es verdad, tenéis toda la razón del mundo. El confinamiento no ha sido igual para unos que para otros, como tampoco lo está siendo la vuelta al ruedo. Es fácil sentarse a escribir una columna diaria sin niños reclamando ayuda y con un solo miedo o dos cosidos a las tripas. Es sencillo pensar, desgranar ideas y soñar con un mundo mejor cuando tienes todas las necesidades básicas cubiertas. No es lo mismo aplaudir a las ocho de la tarde desde el balcón calmando los nervios con una copa de vino que hacerlo en un piso compartido con otras familias o propio, aunque no sepas si lo podrás pagar el mes que viene, y con varios hijos a los que te es imposible ayudar a hacer los deberes digitalmente sin dígitos. ¡Qué voy a deciros!

Desde esta atalaya privilegiada en la que mis principales temores han sido la salud de los míos, volver a abrazar a mis padres, a mis hermanos y a mis sobrinos y mantener a flote mi agencia y a mi equipo, mis problemas del primer mundo os habrán parecido sandeces. Demasiados ‘míes’ y pocos ‘túes’.

Que sí, es verdad, tenéis toda la razón del mundo y os escucho leerme en silencio gritándome sin voz «tú ven aquí, a esta casa sin balcones, donde no aguantamos ruidos de obras porque nadie nos arregla nada». «Tú enfréntate al hambre, a las colas en Cáritas o a los carritos solidarios». «Tú tendrías que ver lo que es no poder cobrar ninguna prestación porque tu casero te cobra el alquiler en negro y no puedes justificar las ayudas, o que te despidan cada temporada y, como no eres fija discontinua, tener que cocer los huevos sin trabajo y sin ingresos». «A ver cómo controlarías tú a una prole que tiene rabietas día sí y día también». «Explícame, tú que eres tan lista y que tienes tantas carreras y lecturas a cuestas, de qué manera se concilian vida familiar y laboral con todos en casa y quién narices es capaz de teletrabajar con un bebé enganchado a la teta». Y yo solo puedo bajar la cabeza, deciros que lo siento, que todo pasará, aunque sea una mentira a medias, que estoy aquí para lo que necesitéis, que sois las mejores y que tenéis razón, porque este mundo está construido con el culo.

Dicen mis amigas, las que están luchando con estos fantasmas, que es una suerte que pueda encontrar cada día la inspiración para escribir esta bitácora, porque ellas no serían capaces. Y no es por falta de talento, porque en muchos casos me superan con creces, sino porque les resulta imposible encontrar a las musas cuando otros se las espantan. Ellas, a las que les vendieron que tenerlo todo era posible, la familia feliz y la carrera profesional de sus sueños, han visto durante esta reclusión que sus dotes como malabaristas y dominadoras del cansancio no eran suficientes. Ellas, que han sido siempre un ejemplo en el que reflejarme y unas heroínas capaces de dar amor y talento a partes iguales, se sorben los mocos de frustración porque ya no pueden más y necesitan volver a recuperar ese pequeño espacio en el que tenían un nombre más allá del ‘mamá’. Ellas, que no solo no son malas madres, sino que son las mejores, llevan meses haciendo de maestras, de cocineras, de limpiadoras y de psicólogas para los suyos. Ellas, que se incorporan por fases al trabajo sin poder tirar de los abuelos porque los pondrían en peligro, sin canguros, a las que ya no pueden pagar, y sin guarderías o colegios donde tomar aliento, me cuentan que cada mañana al despertar se les eriza la piel. En esta puñetera ‘nueva normalidad’, sin manual de instrucciones, que les digan a ellas cómo se juega, porque su rugido clama al cielo.

Son cosas de niños y, por eso, debe enfrentarse como un problema de Estado. «Adelante, mis valientes, con las armas, con los dientes».