La terraza de un bar en Ibiza. | Toni P.

Ahora que vemos de nuevo el sol y que la psicosis se nos está limpiando a fuerza de salir a la calle, de ver cómo otros ojos nos sonríen tras las mascarillas y de chocar codos, me sorprendo cuando escucho repetir en otros labios y en otras letras los párrafos que les escribía hace algunos capítulos de esta bitácora. Es normal, porque aquí en Ibiza el bicho no ha pisado fuerte. Nos hemos librado por los pelos de ampliar cementerios y duelos gracias a habernos cerrado a cal y a canto a tiempo, confinándonos en nuestras islas y a su vez entre las paredes de nuestras casas hasta empatizar con los responsables de este ‘secuestro’. En mis otras ‘casas’, donde habita el resto de mi tribu, en Madrid, en Aranda, en León, en Albacete o en Barcelona la historia ha sido distinta y sus miedos de hoy son los nuestros de hace semanas. No temáis, porque siempre nos quedará la cautela, como París en Casablanca, y la higiene será cada mañana el pan nuestro de cada día. Si el sentido común y la precaución nos siguen obligando durante meses a lavarnos las manos hasta la saciedad y a cubrirnos la boca, firmemos, porque es un peaje muy barato para todo lo que hemos perdido hasta ahora por el camino.

Al final, aquí, en este paraíso, ya nos hemos sacudido los cuadros de la camisa del síndrome de la cabaña para volver a tomar café en nuestros rincones de siempre, a comer y a cenar en esos restaurantes que se saben nuestros gustos y alergias y a hacer las compras en persona en nuestra carnicería, en el colmado de la esquina o en la librería. 89 días, cuatro novelas, dos poemarios, un cuaderno de caligrafía y 5 marcadores después, ya respiro feliz y bien peinada aunque sea con la nariz tapada.

No iremos a fiestas multitudinarias pero sí que volveremos a escuchar música en directo. Tal vez no pueda presentar este año eventos maravillosos en auditorios o teatros, pero es probable que ponga voz y alma a pequeños encuentros o congresos.

Me volveré a fundir en un abrazo con mis padres, a coger al vuelo a mis sobrinos y a estrujar a mis hermanos, recuperaré el color de los achuchones de mis amigos y el brillo del tacto de mis tíos. Ahora sé que mi casa es un hogar, porque en ella me he sentido a salvo, protegida y llena, pero también asumo que quiero salir a recorrer otras paredes, con otros aromas y otros cielos. No quiero poner nombre a confinamientos, nuevas normalidades ni desescaladas, simplemente anhelo remar en equipo para volver a poner rumbo hacia nuestros puertos, así, poquito a poco, despacito y agradeciendo poder hacerlo. Este es un puzle en el que necesitamos encajarnos juntos, pieza a pieza, sabiendo cuál es nuestro sitio y evitando forzar espacios o juntarnos demasiado hasta rompernos. Por mucho que me convenciera hace algunas páginas, no me gusta recluirme en esta cabaña y prefiero volver cada día a casa, porque eso significa que habré sido libre para seguir saliendo y volando.