La jornada en Ca na Majora comienza con una reunión del equipo médico y de enfermería, donde se detallan las incidencias de los ingresados y se revisan las analíticas y pruebas PCR. A continuación, visitan a los pacientes y comunican su estado a la familia o les ponen en contando mediante videollamada. | Marcelo Sastre

La unidad de media estancia de Ca na Majora, donde se ubicaba el antiguo hospital de Can Misses, acoge desde el inicio de la pandemia a las personas mayores afectadas por el coronavirus, especialmente a los ancianos que han sido trasladados desde las residencias donde se registran contagios. Una treintena de médicos, enfermeras, auxiliares y celadores conforman un equipo que encarna la solidaridad de una profesión más unida que nunca, pero también exhausta ante la situación extrema que están viviendo desde hace ocho meses como profesionales y como personas.

Adoptan las máximas medidas de protección y restringen las visitas por motivos de seguridad, pero cualquier conversación, cualquier detalle, ese momento en el que pueden estar junto a ellos representa una enorme alegría para estos pacientes, los más vulnerables, víctimas de una pandemia que se ha cebado con ellos.

Han sido trasladados en ambulancia, se encuentran aislados, no pueden recibir vistas de sus familiares y, en ocasiones, se sienten desorientados. Además de curarles, el factor humano, el cariño y la conversación que les brindan los sanitarios es decisivo para que pronto puedan volver a su casa o a su residencia.

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Ponerles en contacto con sus familiares a través de un móvil o una tablet es lo que más agradecen, como expresa José Ignacio Ricarte, médico de Ca na Majora. «Los pacientes se alegran con cualquier visita. Vamos todos disfrazados igual, parecemos astronautas y no nos reconocen», bromea este facultativo, que trabaja desde marzo en esta unidad del viejo Can Misses. «No saben quién es quién, pero el hecho de acercarte y preguntarles cosas o charlar un momento lo agradecen mucho porque las visitas que reciben solo son las nuestras, donde reciben el cariño de todo el personal». Los médicos revisan la historia clínica y los tratamientos de farmacia antes de que las familias sean informadas sobre la evolución.

Ina Cardona Roselló, supervisora de la unidad, es la responsable de que al personal no le falte nada para garantizar su seguridad, pero también explica que los profesionales voluntarios atienden a los pacientes «para lo que necesiten, para cosas que no tienen aquí. Si les apetece una toritilla de patatas, los voluntarios se la traen de casa, o les compramos unas pipas si nos lo piden», explica. Los mayores tienen televisión y prensa diaria gratis, pero el momento más esperado llega cuando pueden hablar con sus familiares por videollamada. «Estamos para ayudarles en todo lo que podamos -afirma-, y también tenemos que decir que estamos en alerta permanente y que muchos se curan y es una verdadera satisfacción cuando se da un alta».

Cualquier apoyo a los más vulnerables es poco. Soraya Montejo, auxiliar de enfermería, se encarga del aseo y las comidas: «También estamos con ellos un ratito cuando nos lo piden. Les ayudamos charlando, aunque tenemos que estar el menor tiempo posible porque son contagiosos, pero estamos todo lo que podemos». «Muchas veces no saben donde están y te dicen ‘quiero ir a mi casa’, y les decimos que su nueva casa es ésta, pero a veces no lo entienden», explica esta auxiliar, que, al igual que todo el personal, se emoviona cada vez que se produce un alta: «Cuando se curan, todos salen muy contentos, y nosotros también».

La enfermera Mónica Roselló Guasch confirma que «intentamos minimizar la entrada a las habitaciones y tratamos de hacer los cuidados de una vez para no tener que entrar y salir». Cuando están hechos los cuidados de enfermería e higiene, les damos la comida y la medicación», detalla, y reconoce que «es verdad que la gente tiene miedo, pero tomamos todas las precauciones y para nosotros es un aislamiento más».